6/10/12

¿Recursos públicos para campañas políticas? Sí, pero…, por Alfonso Salinas M.


Siempre me ha parecido que la forma en cómo funcionan tanto la publicidad como el marketing en general es una degradación de cómo debiesen. En teoría, su propósito es poder informar a los individuos sobre la existencia de ofertas (en un sentido amplio, comprendiendo a bienes, servicios e incluso personas) y sus características, para que los interesados puedan escoger aquéllas que más los satisfacen. Sin embargo, resulta evidente que este noble propósito, en la práctica, se traduce en un esfuerzo desatado -e incluso inescrupuloso- para lograr que la oferta sea consumida. No es sólo que las características de los bienes se presenten de manera sugestiva y con creatividad, sino que se disfraza lo ofertado con atributos que pueden no tener ninguna relación objetiva, comprobable con el producto en cuestión, y cuyo único fin es convencer, casi hipnotizar al potencial cliente. Es una lógica perversa, un absurdo y eterno engaño, que como tal, genera dependencia, adicción, embrutecimiento.

La publicidad aplicada a las campañas políticas adolece de forma patente del mismo vicio. El valor de la elección democrática de nuestros gobernantes radica en que la ciudadanía pueda designar a quienes estime mayormente capacitados para dirigir los asuntos del Estado. Evidentemente, para que dicho propósito sea realidad, se requiere que los ciudadanos conozcan a los candidatos, qué piensan, cuáles son sus valores, sus capacidades, sus propuestas. En una sociedad con miles o millones de habitantes, ello sólo es posible mediante campañas informativas que promocionen a los distintos postulantes. Sin embargo, como vemos en forma patente durante las campañas políticas, más y más esto se traduce rampantemente en llenar las calles de carteles con ridículas fotografías de los candidatos, llenos de frases vacías. Se ha llegado al extremo en que ya ni siquiera es fácil saber a qué partido político pertenecen los candidatos. Así se dilapidan grandes sumas de dinero, atosigándonos con propaganda inútil. De esta forma, en lugar de lograrse el fin y razón de la democracia, de elegir a quienes tenemos razones para considerar mejor preparados para gobernarnos y administrar los recursos del Estado, simplemente quien más gasta, mayores posibilidades tiene de resultar electo, del mismo modo como mayor éxito mercantil obtiene un producto que más se publicita.

La solución igualmente absurda que los mismos políticos han optado para abordar lo anterior consiste en financiar con recursos públicos las campañas políticas. El argumento es que así se garantiza una competencia más equitativa, desvinculada de la capacidad relativa de allegar recursos privados a las campañas, la que aumenta el riesgo de que los gobernantes pierdan independencia al ser cooptados por el poder de los grupos económicos dominantes. Sin embargo, esto acaba traduciéndose en el absurdo en que los ciudadanos terminan pagando las cuentas que los candidatos gastan para tapizar la ciudad de propaganda sin contenidos (recuérdese el escándalo de las facturas falsas de diversos conspicuos políticos con las que pretendieron les fueran reembolsados con recursos públicos los gastos en pegar carteles de sus absurdas campañas).

En lugar de lo anterior, al menos en la arena política, lo que debiera suceder es que el Estado por una parte exigiera un mínimo de contenido en las campañas políticas (por ejemplo, si es un candidato a Alcalde, un programa de gobierno, especificando objetivos, proyectos para
alcanzarlos, y viabilidad financiera, curricula de los candidatos destacando su experiencia y formación relativa a las materias que deberá abordar en el cargo público, así como de quienes lo acompañarán durante su administración). En base a lo anterior, el Estado debiera diseñar, usando los canales comunicacionales disponibles, un programa para que los candidatos puedan, equitativamente, dar a conocer sus propuestas. Espacios radiales, televisivos, en prensa escrita, seminarios y debates en universidades y espacios públicos, etc., debieran ser puestos a disposición para los candidatos, con recursos públicos, para que la ciudadanía que lo desee, pueda informarse adecuadamente y formarse una opinión con sustento respecto a quién amerita recibir su preferencia expresada en el voto. La única experiencia parecida a esta propuesta, fue la famosa franja política previa al plebiscito de 1988, donde se desarrolló la recordada campaña del NO.

Sin embargo, lo más probable es que acentuemos el absurdo, gastando cifras estratosféricas con cargo al erario público, que muy posiblemente permitirían financiar un diseño informativo como el propuesto, para seguir generando propaganda cada vez más burda y supuestamente seductora e ingeniosa, que rápidamente termina convirtiéndose en lo que realmente es: basura.

28/9/12

Protestas estudiantiles: ¿para entrar o reemplazar el sistema?, por Alfonso Salinas M.


Las sutilezas suelen marcar diferencias radicales. Según cómo interpretemos las demandas estudiantiles, las respuestas requeridas pueden ser paradigmáticamente distintas. La interpretación del Gobierno, la clase política en general y la mayoría de los analistas (llamémosla, la oficial) pone todo el acento en las desigualdades de la calidad de la educación recibida por los estudiantes de distintos estratos socioeconómicos, medida según pruebas estandarizadas (Simce, PSU) y determinada por las diferencias en las capacidades de pago, consecuencias a la vez de la inequitativa distribución del ingreso. Bastaría entonces con acortar las brechas de resultados entre los colegios de los pobres y los ricos, y asegurar el financiamiento de los pobres a la educación superior. Si todos pudieran acceder a una educación como la del Instituto Nacional, el problema estaría resuelto.

Sin embargo, una mirada distinta, más allá del problema de platas, apuntaría al paradigma en el cual se centra el modelo educacional. En la interpretación oficial, la educación representa principalmente un instrumento para poder ganar plata. Así, de lo que se trata es de recibir las herramientas para poder ingresar a una carrera que ofrezca mayores posibilidades de empleabilidad y por ende mejorar el estatus socioeconómico. La adquisición, normalmente bastante mecánica, de técnicas y hábitos útiles para la producción y lo que el mercado valora, es lo que pretenden capturar las pruebas estandarizadas con
las que se mide el éxito del proceso educativo.  Una mirada alternativa concibe el propósito de la educación en directa relación al desarrollo integral del ser humano, lo cual va más allá de la adquisición de hábitos funcionales a la disciplina del trabajo para producir cosas y de conocimientos intelectuales. En esta mirada, la educación tiene como propósito no sólo entregar conocimientos sino que incentivar la creatividad y la capacidad de discernimiento y comprensión de la realidad, aumentar la conciencia del individuo respecto a sí mismo y su entorno, ayudar a un desarrollo emocional armonioso, a regirse respetando valores éticos aceptados no como dogmas externos sino que como resultados de la autonomía del individuo.

Si bien lo anterior no se logra con que las escuelas bajo el paradigma actual aumenten sus horas de educación física, cultura cívica, religión, arte y/o filosofía el generalizado desprecio por estas disciplinas, así como el enfoque con que éstas son abordadas (superficial, memorión, estrecho, dogmático, formal) resulta elocuente respecto a lo que el sistema busca lograr con la educación que entrega.

Para quienes suscribimos esta mirada alternativa, existe una coherencia entre cómo las personas son educadas y cómo funciona la sociedad. La existencia de amplios problemas medioambientales es un reflejo de la inconsciencia en cómo nos relacionamos con nuestro entorno natural; las amplias desigualdades y millones de humanos viviendo en la miseria, consecuencia de una vida donde prevalece la competencia y el egoísmo de los individuos; las guerras y violencia, consecuencia de personas violentas y frustradas; un modo de vida estresado, dominado por el trabajo excesivo y la producción de cosas que no necesitamos, resultado del actuar irreflexivo y mecánico de los hombres, que sólo reproducen estructuras, hábitos y formas de organización de las cuales parecen más bien víctimas y esclavos que rectores conscientes… La existencia de todas estas características en el hombre de hoy y por ende en la sociedad, no está desligada de cómo nos educamos. Así, podemos buscar ser aun más efectivos y eficientes en lograr que todos nuestros jóvenes accedan a esta forma de educación. Alternativamente, un vuelco en el anterior estado de cosas requiere una educación que, mediante un enfoque radicalmente distinto al actual, busque desarrollar personas igualmente distintas. Si ésa fuese la inspiración (al menos de algunos, o en parte) de la insatisfacción de nuestros jóvenes con el modelo educativo imperante, me temo que el éxito de los esfuerzos actuales sólo contribuirá a profundizar la producción en masa de sujetos que ingresan a muy temprana edad a una maquinaría educativa con propósitos muy distintos a los que esos jóvenes vislumbran, y a mi juicio necesitamos.

20/9/12

Albert, el pastelero, por Pablo Salinas

Debo formular una crítica a Einstein. Sabemos que en vida el judío-alemán de la proverbial cabellera fue blanco de distintos disparos: que, siendo pacifista declarado, ante la amenaza de Hitler llamó a abrazar la guerra, que las bienpensantes señoras de USA le mostraron los dientes por haber deslizado puyas contra el capitalismo, que su rechazo a la fabricación de la bomba atómica no habría sido suficientemente claro y decidido... En fin. Mis dardos ahora no apuntan a aspectos de su conducta cívica, su consecuencia moral y esas clase de asuntos. Mi crítica tiene que ver, me parece, con aspectos estrictamente relacionados a su real estatura como "hombre de ciencias". Porque no se hizo cargo, como correspondía hacerse, de su propia fama. El hombre -y permítanme que lo lleve a estos términos- fue un destacado, un brillante pastelero, que en el curso de sus experimentaciones culinarias, dio con algo francamente extraordinario: en su infatigable esfuerzo por perfeccionar la receta de la mejor de las cremas elaboradas hasta entonces, da con un procedimiento por el medio del cual, tras determinado tiempo de batido, la crema, por ejemplo, desaparece. Esta crema, invisible y todo, aún así existe, tiene sabor y se puede ofrecer y exponer como un producto gastronómico. Un producto gastronómico de primerísimo nivel, por cierto. Pero la crema -y este es el evento trascendente que nadie con un mínimo de sensatez puede pretender llevar a un segundo plano- ha desaparecido. Con todo, de ahora en adelante podrá sacar provecho de por vida a su fabulosa receta, lo invitarán de todos lados, el mundo entero querrá saber un poco más de aquel sujeto que ha logrado hacer un truco tan fascinante como incomprensible.

Einstein y la crema que desaparece o... Einstein y E=MC2.

Más bien movido por ese muy racionalista afán de unificar los campos de conocimiento, y estoy seguro que sin verdaderamente quererlo, casi a su pesar, Einstein martilló de lleno sobre los pilares de la física clásica. Digo estar seguro de ello porque de otra forma no se entendería la manera cómo enfrentó las posteriores consecuencias que trajo consigo su más célebre teoría. Indagó en el comportamiento atípico, no-clásico, de la materia pero, por otro lado, machacó invariablemente con un "Dios no juega a los dados" frente a cada atrevido avance de sus colegas en el terreno de lo cuántico. Los libros de historia recogieron solícitamente los dictámenes de una prensa obnubilada y el hombre se irguió sin contrapesos como el paladín de la tan alucinante como incomprensible nueva ciencia. En otras palabras, Einstein se convirtió muy rápidamente en una figura frívola, una medianamente sofisticada pieza de merchandising. Y así, la brutal trascendencia que subyacía en sus tempranos hallazgos pasó, indefectiblemente, a un segundo plano...

Tomen un lápiz y subrayen los acontecimientos más relevantes registrados en las dos primeras décadas del siglo XX. El resultado estremece: Picasso se interna en las honduras del arte africano y reconfigura el concepto de estética imperante por siglos en el arte clásico, Stravinsky y su salvaje y polirrítmica Consagración de la Primavera hacen otro tanto en el terreno de la música, Freud y Jung más allá de lo hasta entonces academicamente aceptado exploran en el estudio del inconsciente... Y Einstein anuncia el flagrante vínculo entre energía y materia. Vivekananda, como portavoz de una sabiduría milenaria, pudo haberse explayado décadas atrás, en una sala londinense, sobre la naturaleza eminentemente energética de la materia. Pero ahora era un científico, un alumno modelo del racionalismo de occidente, el que aplicando la metodología más rigurosa llegaba a una conclusión equivalente. El místico hindú y el "hombre de ciencias" europeo se daban la mano. ¿Einstein entendió en algún momento a quién tenía del otro lado?

Tras ese fenomenal inicio del siglo, ¿qué? La guerra, no una sino dos grandes guerras. Dos grandes antídotos, dos grandes vacunazos inoculado a nivel "humanidad", de manera de entregarnos, tras cuarenta años de tensión y refriega, un flamante prototipo rebajado a niveles esperpénticos, que calzaba bluyines, se engominaba el pelo y parecía alcanzar su peculiar samadhi corriendo a toda velocidad al volante de su descapotable. Este fue, al fin de cuentas, el hijo de la era atómica. De esta manera ahora podemos tener, por dar un ejemplo, a un viejo chico, canoso, y que responde al nombre de Gerhard Richter, que con un pedazo de latón que pasa fruncidamente sobre la superficie humedecida en pintura de la tela compone sus obras y es elevado a la categoría de gran maestro del arte contemporáneo. Un estudiante de bellas artes, en busca de algo de orientación formativa, abrirá una revista especializada, se enfrentará a un extenso reportaje y dirá: "Oh, Gerhard Richter". Los manejos de la prensa, en directa consonancia con los intereses del sistema, siguen fabricando y sepultando a sus figuras. El melenudo inventor de la relatividad fue una de ellas, que ante la radicalidad que imponían sus hallazgos nunca estuvo a la altura. Quizá nunca tuvo suficientes luces como para estarlo. Su más enquistada intención fue siempre avanzar en el mismo sentido en que sus predecesores lo habían hecho y cuando algunos de sus colegas más avispados le avisaron: "Ey, llegamos a una zona en que los caminos se multiplican, ya no tiene sentido seguir por ahí", él prefirió justificar su rechazo echando mano a un muy poco serio recurso: el comodín "Dios"

8/9/12

Traducción Libre de "The Tyger" de W. Blake de Patricio Figueroa McGinty


                    
¡Tigre! ¡Tigre! Ardes brillando
en las selvas de la noche
¿Qué inmortal mirada o mano
delineó tu simetría?
¿En qué cielos o en qué abismos
ardió el fuego de tus ojos?
¿Sobre qué atrevidas alas
cuál audaz atizó el fuego?
¿Qué sustentos y cuál arte
trenzó el nervio de tu pecho?
y al nacer en su latido
¡qué terrible mano y pie!
¿Cuál martillo, qué cadena
A qué fragua fue tu seso,
cuál el yunque que domina
y se atreve a tu terror?
Arponearon las estrellas
regando cielos sus lágrimas
Quien en gozo hizo al cordero
¿más  gozoso te hizo a ti?
¡Tigre! ¡Tigre! brilla ardiendo
por los bosques de la noche
¿qué inmortales manos y ojos
concibieron tu pavor?    


Nota: El más conocido y citado de los poemas que Blake escribiera, "The Tyger" apareció publicado en 1794 en el libro "Cantos de Experiencia". Blake redactó posteriormente dos versiones más.      

9/7/12

La tentación de la carne

Recuerdo perfecto que fue tras ver en youtube una conferencia dictada por Gary Yourofsky que dejé definitivamente de comer carne. De cualquier tipo: roja, blanca, ave, cerdo o vacuno. Aquella ponencia del activista yanqui, pese a su innegable tufillo totalitario -que para mi se manifestaba desde la dureza propia de su discurso sin concesiones hasta su rasurada testa y su algo sospechoso aspecto atlético e hiperactivo-, fue el elemento clave que me empujó a tomar aquella decisión, hasta entonces largamente pospuesta. Basta de crueldad hacia los animales. El paladín de los veganos me ayudaba a ver muy claro que yo ya no podía seguir formando parte de esa red de encubiertas complicidades contra la integridad de criaturas tan dignas como un pollo, una vaca o un chancho.

Todo anduvo bien al principio, incluso estupendamente bien. Pero a las pocas semanas empecé a sentir los signos de que algo parecía caer en franca picada dentro de mi: la energía vital. Somnolencia excesiva, desánimo general, cabeza abombada y poco pensante. Entendí sin mayor trastorno que eso debía corresponder a un proceso de natural ajuste por parte de mi cuerpo. Probé con variados suplementos alimenticios, multi-vitamínicos, de última generación y origen orgánico garantizado, con escasos resultados. Mis días parecían transcurrir a un ritmo oscilante y aletargado, y mi humor, antes más bien chispeante y espontáneo, se volvía ahora cada vez más mustio y sombrío. A los meses, cuando comprobé que mi marasmo energético comenzaba a afectar mi vida sexual -en rigor, mi rendimiento-, el asunto se puso más serio. Si bien mi pareja, una persona comprensiva y de criterio amplio como pocas, nunca se quejó en lo más mínimo al respecto, yo, en lo personal, experimenté esa evidente merma en mi impulso sexual con particular angustia: recién entrando en los cuarenta, de golpe creí percibir, como un triste anticipo, la asordinada melodía de la senectud. Recurrí entonces a una amiga conectada, esotérica, de pasado macrobiótico y variados saberes, en busca de algo de luz. Su insólito veredicto significó para mi un débil y algo ridículo consuelo: a su juicio, yo no experimentaba otra cosa más que los síntomas orgánicos propios de una radical desprogramación. Desprogramación. "Tu cuerpo se empieza a librar de una buena parte de las toxinas propias de este sistema y lo que pasa es que empieza a vibrar ahora en una frecuencia que resuena con muy pocas cosas de este plano físico", fueron a grosso modo sus palabras. Era lindo, hasta cierto punto, constatar que mi cuerpo se desprendía de una importante porción de porquerías, propia de la dieta del común de los mortales, pero, bajo mi grosero alelamiento físico, una poderosa voz parecía no dejar de repetir al borde de la desesperación: "vamos, machito, qué esperas: ¡recupera tu vida!". Al final, justo antes del momento de la despedida, mi amiga -seguro captando que yo me iba con un nivel de angustia muy similiar al de cuando había llegado- echó mano a un último recurso. "Pon una libretita en tu velador y anota lo que sueñes esta noche apenas despiertes. Ahí encontrarás una importante respuesta", me dijo, poniéndome ambas manos sobre mis brazos y mirándome a los ojos con una expresión de maternal ternura.

Mi calamitoso estado también había afectado mi régimen de sueño: ahora dormía mucho más que antes, pero hacerlo equivalía a desplomarme en caída libre en un pozo oscuro y sin fondo. Y, lo peor, despertaba lento, pesado, y raramente lograba recordar algo más que fragmentos de pocos segundos de una secuencia de sueños que intuía larga y agitada. Esa noche, por cierto, hice un esfuerzo especial y procuré, una vez metido dentro de la cama, que aquella zambullida en las aguas del inconsciente fuera lo más gradual y acompasada posible. Como una forma de despedirme con conciencia de este plano. Tuve éxito.

Era una gran casa, de estilo neoclásico. Accedía directamente a un amplio pabellón vidriado. La luz ahí dentro era grata, tamizada. Pronto descubría que se trataba de un taller de escultura. Las obras, acabadas y por acabar, se repartían por todos lados. Eran piezas todas de corte realista, de buena factura, muy buena factura, incluso. Suponía, de hecho, que estaba en el interior del atelier de un gran maestro de inicios del siglo pasado, tal vez. Avanzaba un poco y me enfrentaba ahora a un busto de proporción algo superior a la de la escala humana que reposaba sobre un plinto circular. Enteramente de arcilla, en plena etapa de elaboración, representaba una figura masculina de edad mediana. Me detenía fascinado frente a ese rostro de insolente mirada. Recorría con verdadero embeleso cada rincón de aquella estupenda obra; poniendo atención, se distinguían las huellas de los diestros dedos del artista sobre la arcilla todavía húmeda. No podía dejar de admirarla: la excelente amplitud de su frente, la destreza con la que se había resuelto el pelo, de enérgicos bucles... Pero un punto pareció concentrar de pronto toda mi atención: la nariz. Descubrí a un costado del eje de ésta una notoria marca hecha por la mano del artista, un hundimiento, con una acumulación de arcilla en uno de sus extremos. Esta sorpresiva muestra de imperfección, dentro de una pieza completamente lograda, me trastornó. Me era desconcertante, y provocadora. Me atreví incluso a levantar mi mano y poner mis dedos sobre aquella marca. Un fuerte, casi incontenible impulso empezó a brotar dentro de mi. Escuché voces; levanté la vista. Recién me percataba que existía una sala contigua a la donde estaba, y que por una puerta perfectamente abierta se distinguía con claridad a un grupo de sujetos, vestidos a la usanza de 1890, sentados en torno a una mesita, tal vez en pleno desarrollo de una partida de cartas. Concentrados en sus gruesos cigarros y la animada charla, ninguno parecía percatarse de mi presencia. Yo, lejos de intimidarme, mantuve mi vista fija en el grupo. En eso, uno de ellos, al tiempo que acomodaba su espalda sobre el respaldo de su mullido sillón, giró su cabeza en dirección a mi. De importantes mostachos completamente canos y una distinguida nariz ganchuda, me miró. Era el escultor, lo supe, y con una expresión de ladina complicidad en los ojos y un leve pero decidor movimiento de la cabeza me dio la autorización que yo esperaba: sin más, y con un escalofrío de placer, hundí los dedos de mi mano sobre la escultura, deformando por completo su hasta entonces tan hermosa nariz.

14/6/12

(Re) Encuentro de Hombres Notables

Nuestra pequeña historia patria ya recoge el caso de un impertinente quinceañero que deslumbra a doctos y aficionados cuando se le invita a improvisar frente a la batería una noche en el Club de Jazz de Santiago de Chile a mediados del siglo pasado. Y que no mucho después, ciego por la embriagadora estela del bebop, se zambulle en la frenética California de los sesenta, donde su oficio frente a los tambores terminará alcanzando niveles de rotunda maestría.
Pero quizá haya que revisar nuestra otra historia, ésa de órbita más recogida y concentrada, para enterarnos que ese mismo sujeto, aparte de las baquetas, maneja también los lápices y los pinceles, desarrollando toda una obra visual de indómitos destellos, y que incluso, como si con todo esto no bastara, se da maña para ir colgando en la web, con pulso apacible pero sostenido, los textos que su incombustible imaginación le va dictando.
También aquí se consigna el caso de otro sujeto de insolente precocidad que, como pasatiempo escolar, retrata a sus amigos en pequeños lienzos con inusitado manejo técnico, y que también no mucho después hace su personal viaje iniciático -esta vez a la cachonda Barcelona de los ochenta- donde timbra su propio certificado que lo inserta de lleno en aquella tan exclusiva como esquiva categoría de los maestros.
Recién hace pocos días, antes de los aguaceros y aprovechando las últimas tibiezas de junio, estos dos personajes se volvieron a reunir, tras años sin más que -acaso- oliscarse mutuamente los rastros dejados a la distancia.

En una mesa de Los Patitos de Algarrobo, nuestra cámara los captó en un instante memorable:



2/5/12

El abrupto fin de un derviche de provincia

Tengo un amigo que después que leyó mi primera novela cambió ligera pero notoriamente su actitud hacia mi. De partida, acentuó su hospitalidad, por así decirlo. Nuestra relación, hasta antes, si bien siempre había sido cordial, nunca alcanzó grados de intensidad y cercanía demasiado altos. Antes, de hecho, pese a vivir ambos en el mismo pueblo, nunca llegamos a frecuentarnos con verdadera regularidad. Tras la lectura, todo cambió. Me empezó a llamar, a pasarme a ver, a invitarme a conversar a su casa. Y en todos esos encuentros, el tema de mi novela resultaba ser siempre abordado por él de manera más bien sutil, pero en términos invariablemente elogiosos. Una vez incluso me expuso con entusiasmo su interés por que hiciéramos juntos algo en el campo de lo audiovisual. "Un cortometraje, por ejemplo, donde a mi me interesaría participar, en un pequeño rol", me reveló, haciendo un evidente esfuerzo por superar los márgenes habituales que le impone su temperamento reservado. Yo, muy lento, recién días después capté lo que me insinuaba con su proyecto: que lo llevara a recrear en "escena" al personaje con el que él en mi novela se había sentido fuertemente identificado. En una palabra, estaba seguro que yo me había inspirado en él para desarrollar algunos aspectos de mi libro. Tal vez, a sus ojos, incluso algún personaje específico estaba basado en su persona. Pero no. De él hay muy poco (por no decir nada) en ese texto. Por mientras, me sigue invitando a su casa a probar más que aceptables vinos en su agradable terraza.

La última vez que estuve ahí, había invitado también a un tipo, un tal Luis. Canoso, de pelo corto, unos cincuenta años. Mirada ligeramente inquisidora, sin llegar a ser molesta. Pareció esperar a que nosotros le diéramos el corte a nuestro poco convincente proyecto del "cortometraje" para empezar a hablar. Según dijo, llevaba muchos años vinculado al pueblo. Yo habría dado un dedo asegurando que nunca antes lo había visto. El tema de las elecciones municipales de fin de año saltó al tapete:

-Da lo mismo quien salga. Sale un ladrón para que entre otro ladrón -empezó diciendo, sin especial énfasis.

Tras un breve silencio, pasó a contarnos que hacía unos años había tenido una lancha, en la que solía salir a pescar. Y como en ocasiones no tenía quién lo acompañara, invitaba a un muchacho que había conocido en la caleta de pescadores. El mayor anhelo de éste era estudiar, sacar adelante una carrerita técnica, "no terminar siendo como todos en el pueblo". Pasan algunos años, va a la municipalidad a ofrecer un plan de rescate ecológico para las quebradas. Lo hacen hablar con el encargado de Aseo y Ornato. Es él, su antiguo compañero de pesca. Piensa que con éste tras el escritorio las cosas van a andar más rápido. Craso error. No le dan ni la menor bola. Cero interés. Pocos meses después, comprando verduras, se vuelve a encontrar con el ahora flamante empleado municipal. Rechoncho y sudoroso, en seis o siete años queda poco de aquel muchachito que lo acompañaba a pescar corvinas frente a las costas de Tunquén. Se saludan. El municipal lo mira raro. De hecho, antes de despedirse le pregunta si lo puede pasar a ver su casa, que necesita decirle algo. Luis le responde que no tiene ningún problema, que si quiere vaya esa misma noche. Así lo hace. Llega y a los dos minutos ya está desembuchando su historia: que su trabajo en la municipalidad lo tiene enfermo, que se da cuenta cómo los concejales se venden al mejor postor, cómo cada uno atina a su manera para sacar su tajada sin que nadie diga nada, que la mayoría está más preocupado de arreglarse los bigotes y sacar la vuelta que de trabajar para sacar el pueblo adelante.
-Nada nuevo. En todos las comunas del litoral central pasa lo mismo -comentó mi amigo, aprovechando una pausa que hacía Luis para humedecerse el gaznate con un sorbo de vino.
-Es muy probable. El asunto es que toda esta situación a este muchacho lo afectaba enormemente -apuntó Luis-. Era tanto lo que le afectaba que no encontraba mejor forma de canalizar todo este malestar que dando vueltas.
-¿Vueltas? -preguntamos a dúo, mi amigo y yo, tras mirarnos sin entender.
-Sí, vueltas. En torno a sí, como un derviche enloquecido. Esa misma noche que me fue a ver, de hecho, se volvió loquito en medio de su relato y no halló nada mejor que ponerse a dar vueltas en medio del living. A una velocidad insólita. Y gritando "¡hosanna, señor, hosanna!" Soporté el espectáculo no más de un minuto y lo detuve.
-¿Lo detuviste? -me animé esta vez sólo yo a inquirir (sin saber bien por qué, su historia me empezaba a fascinar).
-Sí, claro. Provincianismo, programación mental, además moralina religiosa, es como mucho. Eso no se aguanta. ¿Quién puede aguantar, seguir aguantando algo así?
-Ok, pero, ¿cómo lo hiciste? ¿Cómo lo detuviste?
-Fácil. Apelando a un poder superior, a un poder verdadero. Tengo esta piedra que ando trayendo siempre conmigo que me ayuda en esto -dijo, al tiempo que ponía entre sus dedos una piedrecilla color calipso que pendía de su cuello sostenida por un fina cadena de plata-. Es mi talismán, me conecta con la Fuente. Es como cargar un arma con las balas más poderosas que puedan existir. Derriban cualquier muralla, por firme que parezca. Es un procedimiento que he hecho varias veces. Con este muchacho no fue particularmente difícil manejar con éxito la situación. Un loquito histérico, aunque suene duro decirlo. Una mano a la altura de su cabeza, la otra sobre la piedra, una instrucción emitida con plena autoridad y ya. Quedó tendido en el piso, lloriqueando. Le di un vaso de agua, esperé algunos minutos que se repusiera y lo fui a dejar a su casa. De verdad creo que no hay nada más insoportable que los raptos de histeria provocados por el tufo moral de las religiones -terminó diciendo, con sequedad y una expresión de ligero desaliento en el rostro.

Es curioso constatar que ese tal Luis, a quien nunca más he vuelto a ver, logró en apenas un solo encuentro lo que mi amigo no ha logrado en ya varios años: propiciar la puesta en marcha de los engranajes de mi imaginación y transformarse en un sujeto de alto atractivo literario, si me permiten la expresión.

26/4/12

Panetta en Chile

Secretario de Defensa de USA, Leon Panetta, en reunión en La Moneda esta mañana.

4/4/12

El Parque Cultural de Valparaíso


Ayer visité el flamante Parque Cultural de Valparaíso (PCdV). La historia, aunque conocida, no deja de ser relevante: tras el cierre de la cárcel que funcionara por más de 150 años en un cerro del puerto, distintas agrupaciones culturales de la ciudad ocuparon sus abandonadas dependencias para desarrollar ahí sus actividades. Podría rastrear en los criterios enarbolados por éstas al momento de instalarse en el lugar para así recomponer de mejor forma toda la actual escena, pero, en estricto rigor, da lo mismo: si lo que entonces preponderó fue la necesidad ciudadana de sanear un espacio con una carga tan densa por medio del ejercicio de la expresión artística, o si, simplemente, fue la urgencia por hacerse de recintos públicos adecuados para el esparcimiento y la diversión. Como haya sido, el hecho es que hoy se levanta ahí uno de los complejos culturales más grandes y modernos del país. Sobre las "ruinas" de la antigua cárcel.

Con entera lógica, el actual proyecto busca alejarse conceptualmente de todo el lastre del pasado (de hecho, se refunda como "parque" y se deshace del pesado mote de "ex-cárcel"). ¿De qué manera se entiende entonces que se conserve íntegra la enorme e inconfundible fachada de las ventanas diminutas con barrotes? ¿Para que cuando se transite por los pasillos de las nuevas dependencias nos recreemos con las escenas de rústico panteísmo pintadas por los reos del ala evangélica del antiguo penal? ¿Para que nos sea más fácil ubicar el lugar exacto donde habría sido asesinado un preso político apenas adolescente? Es demasiado obvio que cuando se opta por conservar lo antiguo es porque se busca mantener viva la memoria. Pero en este caso no estamos hablando de Villa Grimaldi. El parque que aquí se levanta, el discurso conceptual que en este caso se levanta, busca proyectar y generar un diálogo nuevo con la ciudad, dejando necesariamente atrás un capítulo oscuro, sórdido y brutal, como es la historia de ésta y de cualquier cárcel del planeta.

Evito cualquier consideración vinculada a lo energético. Me refiero aquí a lo que tiene estricta relación con lo conceptual, con lo intelectual, con -a lo más- lo simbólico. Y el contraste es -no encuentro mejor palabra- lacerante. Enarbolar razones de "conservación del patrimonio arquitectónico de la ciudad" vinculadas a una cárcel en el caso de un proyecto cultural ambicioso, pujante y en tantos aspectos admirable como el PCdV es un abierto despropósito. Una muestra más de nuestra todavía inmadura y contrahecha identidad como país en materias culturales.

15/3/12

Declaración extemporánea y solitaria, por Patricio Figueroa


Indignado lamento la decisión de la dirigencia de la Fundación Neruda, comunicada a la opinión pública 48 horas antes de un acto ya tradicional, de no facilitar la casa del poeta de Isla Negra para el otorgamiento de los premios Naitun. Esta resolución niega de hecho la posibilidad de reparar en algo, con un modesto pero señero premio, a Jorge Lavandero quien se atrevió a enfrentarse a las grandes compañías trasnacionales a las que los políticos de turno han ido enajenando subrepticiamente nuestra riqueza básica.
Que la Casa Museo diga que la amenaza de un cuestionado, ambiguo y oportunista concejal de la comuna de El Quisco haya provocado la decisión, me parece por lo menos risible. Si las supuestas huestes "moralistas" convocadas por el concejalito Moraga hubiesen constituido un peligro para la tranquilidad de los vecinos y la integridad de la casa del poeta era cuestión de avisar a carabineros, que bien se ha destacado en los últimos tiempos en la “defensa irrestricta” de la propiedad privada, como bien sabe el latifundista Juan Agustín Figueroa, dueño de la Fundación.
Por lo demás, la convocatoria al acto estaba hecha, había otros premiados y el público que tradicionalmente asiste al premio en cuestión es perfectamente capaz de mantener el orden y hacer valer la democracia.
La extraña confluencia en la condena a Lavanderos, uno de los elegidos al premio, entre voceros de gobierno, políticos vendidos, medios de opinión e histéricos de sexualidad dudosa, demuestra el poder de las grandes compañías y sus cipayos, amén de la manipulación ya sabida, por desinformación, de la opinión pública. Me es muy triste comprobar que el patrimonio de nuestro premio Nobel, legado por él en vida al pueblo de Chile, sea administrado por personas tan ajenas a lo que fueron su acción y convicciones.

29/2/12

El malsano rito del escribiente

Entiendo que fue Hemingway el que sacó su máquina de escribir del escritorio y la llevó sobre un mueble alto, de manera de enfrentar su oficio de escribiente de pie. Entiendo perfecto también el alegato tras ese gesto del siempre atlético Ernest: intentar hacer de la actividad literaria, del acto mismo de escribir algo menos rancio, sedentario y confinado de lo que habitualmente resulta ser.

En lo personal, en contraste con el acto de pintar, el acto de escribir siempre me ha generado mucho más conflicto. Por desgracia, tampoco creo que todo se solucione poniendo el notebook sobre una repisa o yéndome a instalar con éste en medio del jardín. Es el acto mismo el que conflictúa. Más allá de que la de Hemingway pueda parecernos una medida algo superficial, reflejo de la bien particular carta de navegación ideológica que aquel fornido escribiente yanqui adoptara en determinado momento de su vida (donde la Revolución Cubana, los mojitos y la caza de elefantes compartían similares niveles de simpatía), su molestia resulta genuina. Y perfectamente vigente.

Cada vez que uno se pone frente a la (ahora electrónica) hoja en blanco, se hace demasiado evidente que este acto denota cierta derrota, o al menos, una innegable precariedad. Uno recuerda, casi como si se tratara de un sueño, que han existido algunos, algunos pocos, que no han escrito, a quienes nunca les bajó la manía por ponerse a escribir, que no sintieron la necesidad de hacerlo –por las razones que fueran- y que, pese a ello, lograron desarrollar en plenitud toda su labor vocacional. Luego, está claro, otros se encargaron de poner en letras sus dichos, sus expresiones, sus comentarios.

Siempre hay uno que se va a poner a escribir, se lo pidan o no. Sociológicamente hablando, se hablaría de un natural impulso por compartir con otros tus propias consideraciones internas. Incluso, tus propios hallazgos, si alcanza. Frente a Stendhal, algunas divagaciones de Schopenhaeur o los estudios de W. Reich, convendríamos fácilmente en que se tratarían de “hallazgos”. Frente a todo lo demás, nuestras simples, momentáneas -pero aún así no del todo descartables- “consideraciones”.

En rigor, lo de “querer compartir con los demás” me resulta altamente sospechoso. Mucho más certero me parece vincular el acto de escribir con la despedazante necesidad de querer tapar tus hoyos, tus hoyos internos, la necesidad de validarte, de subrayar –si tu temperamento se inclina naturalmente hacia lo intelectual- aquellos aspectos de tu voz que autoconsideras “destacables”. De ahí el esfuerzo, siempre maniático, lerdo y sufrido, de ponerse a escribir. El que escribe, ya está claro, no es el que está verdaderamente iluminado, fuera del siempre mediocre trance del "tira y afloja"; el que escribe es el que todavía depende de este acto para reforzar los aspectos más volátiles, densos y contradictorios de su existencia.

Y la libertad interna, la verdadera emancipación del ser, no se alcanza sino -se me antoja poderosamente- desprendiéndose de absolutamente toda forma de dependencia mental.