30/1/14

Diario de un fotógrafo perdido en la costa (IV)

De un momento a otro, me da la impresión que todos queremos trabajos juntos. Es decir, el trabajo propicia que se manifiesten nuestras apetencias de unión más íntimas. En cierta medida. Creo que los filósofos alemanes, con esa insólita tendencia a escarbar en todo, abordaron el tema del trabajo. Llegaron a la conclusión de que éste no formaba parte de la libertad del hombre. El brillante Santiago Sierra va más allá y dice que el trabajo es derechamente la dictadura. Entiendo a lo que apuntan: el trabajo entendido como esa obligación que la sociedad impone para acceder al sostén de las lucas. Pero a veces también el trabajo es el juego, en que el hombre se embarca para, más allá del sustento económico, intercambiar energías, propiciar el encuentro, el estímulo intelectual. Qué sé yo. El hecho es que veo a Margarita y Antonia que hace unas semanas se entusiasmaron como dos colegialas con la idea de trabajar juntas vendiendo libros; ahora en un día un tipo al que recién conozco y con quien coincidimos en algunos conocidos en común y algunos gustos musicales me ofrece trabajo, y después, como cierre, Fernanda que también se ofrece para ayudarme en un proyecto. Descubro sobre el velador de su pieza un libro de antología de poesía chilena actual. El libro está trajinado y luce una colección de coloridos marcadores de página adhesivos. Ella es, según sus propias palabras, una fanática de la poesía, especialmente de la chilena. Ya más en confianza, me animo a darle detalles de mi plan original al venirme a vivir a la playa: convertirme en el fotógrafo de la poesía y los poetas. Recién llegado por estos paños, me reuní con el director del museo Neruda de Isla Negra para presentarle mi proyecto. Éste consistía en levantar un amplio registro fotográfico de, en primera instancia, el para nada menor capítulo "litoral central" de la poesía chilena. No sólo Neruda, sino además Huidobro, Parra, y otras figuras más actuales y plenamente activas. El director, un tipo joven -él mismo también poeta- recepcionó de muy buena manera mi propuesta. Expresó, con llamativo entusiasmo, que me ayudaría, incluso más allá de las fronteras del imperio del vate isleño, a armar la red de contactos que involucrara al resto de los actores de mi iniciativa. Lástima que a los pocos meses a este director lo removieron de su cargo. En su reemplazo pusieron a una mujer en la medianía de los cuarenta, inclinada a teñirse el pelo en tonalidades rojizas. La fui a ver. "Qué quieres que te diga, se ve precioso tu proyecto pero por ahora lo veo difícil, tenemos cero presupuesto", fue su respuesta, enarcando las cejas en un gesto de relativo desconsuelo.

-Já, la Esther. ¿En verdad eso te dijo? -pregunta Fernanda, y dos arruguitas paralelas se intensifican donde nacen sus cejas.
-Sí, ¿por qué? ¿La conoces?
-Sí, la conozco -responde rápido-. No te puedo creer. No te puedo creer que te haya dado una respuesta tan chanta.
-Así no más fue. Quiero reflotar ese proyecto, pero ahora último no he tenido tiempo...
-Vamos a ir juntos a conversar con la Esther, ¿te parece? Me gusta tu idea, es necesario hacer algo así y la Fundación Neruda tiene que soltar las lucas -sentencia Fernanda, mientras con ambas manos tras la espalda se abrocha su sostén.

* * * * *

A una semana de iniciado el año, estos primeros días de enero se han presentado a pedir de boca de los todavía escasos veraneantes: largas jornadas de cielos inmaculados, sol en plenitud, fresca brisa que se intensifica levemente por las tardes. Margarita inicia su jornada de trabajo en su local de libros a eso de las dos de la tarde. Hacen turnos con Antonia. Todavía es prematuro emitir balances, la temporada recién comienza. Ayer, al desayuno, me informó de cierto cliente asiduo: el concejal Cáceres. El problema es que Margarita además de vender libros lee el tarot. A los interesados en el oráculo, los cita en un café del centro para hacer las lecturas. El concejal, manifestando un llamativo interés por esta clase de asuntos, se sentó media hora junto a ella para escuchar el mensaje de las cartas. Ella, con sus ojos grandes y profundos, escudriña con particular precisión en los vericuetos de la psiquis. Cáceres, entrando en los cuarenta y bombero activo todavía, se presentó ufano, sonriente, para según él, "saber de qué se trata eso del tarot". Margarita, que no prodiga risitas, tiene una mirada seria, y si no te cuidas, lacerante. Limita las lecturas a no más de una por día. Se concentra y suele leer el dictamen de la matriz simbólica con brutal elocuencia. En el caso del concejal, se presentó un nudo de tipo sentimental particularmente grueso. El tipo vivía una especie de soterrado pequeño infierno a nivel conyugal: una amante por ya varios años, una doble vida que estaba a punto de comprometer seriamente su salud física y mental, de no vencer su inercia y actuar con resolución. La sonrisita algo displicente del principio dio pronto paso a una expresión seca y demudada. Repuesto del golpe de aquella lectura, Cáceres empezó a visitar casi a diario el local de libros. Primero fue por textos vinculados al tarot, o bien que le brindaran, digamos, cierta orientación espiritual; ahora simplemente va, a conversar con Margarita. ¿En busca de la guía que prefiere obtener directamente de boca de ella en vez de darse el trabajo de escudriñar entre los libros que quizá apenas entiende? ¿En busca de, desechadas esposa y amante, esa tercera vía de redención amatoria, encarnada en la recia e innegablemente atractiva lectora del tarot? No me queda claro. Dentro del staff de concejales, Cáceres destaca claramente: una carrera sobresaliente como futbolista a nivel provincial y una labor como apaga-fuegos todavía activa le permiten lucir a los cuarenta una figura relativamente decente.

Mañana nos reuniremos con la directora del Museo, Esther Queirolo. Fernanda consiguió que nos recibiera en menos de una semana. Esto me habla que la relación entre ambas es, en más de un punto, muy cercana. Con los restos del Nobel todavía de viaje en laboratorios por pericias, no sé si sea el mejor momento para ir en busca de lucas. La siempre cuestionada Fundación que maneja el patrimonio del vate, tras el despido masivo de trabajadores de hace unos meses, no hizo sino tirarse kilos extra de antipatía encima. Pese a todo, Fernanda parece demasiado segura de que todo va a salir bien. Veremos qué pasa.

(Continuará)

16/1/14

Diario de un fotógrafo perdido en la costa (III)

A la mañana siguiente, desperté masticando un detalle: la marca de la cerveza ofrecida por Esteban. Valdiviana, de nombre mapuche, distinguida con varios premios, absolutamente artesanal y perfectamente desconocida para mí (su etiqueta, en clave étnica, era muy mona). A medias despierto, mientras preparo el desayuno no dejo de pensar con cierto asombro en ese tipo de individuos que rehúsan comprar las marcas que atestan los supermercados, optando con innegable satisfacción por productos alternativos, dos o tres veces más caros pero consagrados con el aura de lo exclusivo. Darse gustos, mierda, de eso se trata. Esteban se los da. Así como con las cervezas, con la música. Más allá de las grabaciones inéditas, los DVDs fuera de catálogo, acceder al peldaño superior: asistir a los recitales, en Europa o alguna ciudad gringa, comprar el souvenir y colgárselo como coraza de distinción, como la polera de los King Crimson de esa noche.

Llegué tarde pero no tanto. Margarita dormía boca abajo, al parecer profundamente. Me senté a mi lado de la cama y la miré. Descorrí un tramo de la cortina de la ventana para dejar entrar la luz de la luna apenas menguante. Disparé una foto. Sus brazos, doblados en perfecto reposo, sobresalían desnudos fuera de las sábanas. Miré sus grandes y siempre expresivos ojos, ahora cubiertos por la frazadita ligeramente oscura de sus párpados, su boca entreabierta, su pelo desordenado, todo bañado por la luz plateada de afuera. Disparé otra, otra y otra. Reduje la obturación al mínimo, todo se concentró en el triángulo yacente de su bello rostro apenas iluminado. En eso, ella hizo una aspiración profunda y resopló con un ligero gruñido. Abriendo apenas los ojos, echó una mirada perdida, y murmuró: "Qué pajero". Y, tras acomodar su cabeza en sentido contrario, siguió durmiendo.

Salí a la terraza. Me senté frente a las largas ramas del hibisco del jardín. Respiré ese aire profundo y perfumado, y evoqué lo que había recién vivido: Esteban se había ido no sin antes ofrecerme una pega, "te harás cargo de todas las fotos para la actualización de nuestra página web". Simpatizamos, para ser franco quizá él más conmigo que yo con él, me habló incluso de invitarme a jugar a la pelota. Fernanda terminó de hablar por teléfono y, todavía descalza, avanzó a pasitos cortos por las plásticas maderas del piso flotante. "¿Sabes lo que una vez soñé que hacía?", me preguntó, sonriente, llevándose un dedito de su mano a la boca. "Que armaba una casa con cartones allá abajo, en medio de esa arena toda pituca", se respondió, indicando en dirección a la mega-laguna. "Una casucha, de cartones y techo de planchas oxidadas, y yo la armaba en medio de la gente que miraba espantada". "Ah, una acción de arte", apunté yo. "Sí, algo así. Me encantaba hacerlo, el contraste era genial", agregó y echó una risita breve pero encantadora. Después avanzó hacia el computador y subió el volumen de la música. El trance electro-étnico se apoderó de ella. Se movía bien, el espectáculo que brindaban sus pantalones cada vez me gustaba más. Se acercó a mí y me invitó a moverme. En ese momento me dí cuenta que estaba ligeramente borracho. Por lo visto, la etiqueta de las cervezas de Esteban me había fascinado más de la cuenta. Bailamos un par de minutos. Empezó a sacudir la cabeza de lado a lado, al ritmo de una percusión tribal, haciendo que mechones de pelo se le fueran a la cara. En eso, decidí acercarme y preguntarle: "Fernanda, ¿qué pasó contigo?" Ella, sin dejar de mover la cabeza del todo, más bien sólo aminorando la vehemencia de su movimiento, con expresión de sonriente extrañeza me preguntó: "¿Por qué?" "Antes eras una flaquita neurótica; ahora, ya no eres tan flaquita, pero eres bonita y alegre", respondí, y mis ojos no pudieron sino fijarse en intermitentes estaciones entre los suyos, su nariz, su boca, su pelo... Dicho esto, ella suavizó sus movimientos todavía más, bajó la cabeza, la mantuvo así unos segundos, luego la alzó, al tiempo que encerraba sus brazos en torno a mi cuello. Empujó mis labios hacia los suyos y su lengua avanzó despierta y decidida al encuentro de la mía. "Me gustó verte hoy día en el supermercado", pronunció, con dulzura pero innegable dificultad, producto más ésta última del esfuerzo físico desplegado en el baile que de algún inexistente escollo interno que le significara tamaña confesión. "¿En serio?", pregunté, fingiendo una expresión seguramente muy antipática. "Sí, poh", respondió ella, frunciendo el ceño sin poder dejar de sonreír. "Te fuiste tan rápido que pensé que te estabas arrancando", dije, y ya mis dedos se colaban bajo su delgada blusa. "No, ven", dijo ella, y me tomó una mano para conducirme hasta su pieza. 

(Continuará)

10/1/14

Diario de un fotógrafo perdido en la costa (II)

La idea de los cerebros detrás de San Alfonso fue que, una vez dentro, te sintieras como en otro lugar, en otra parte. Una vez dentro, sobre todo una vez dentro de cualquiera de sus cientos de departamentos, el encuadre con las aguas color topacio de la laguna gigante, las palmeras y las motas de arena impoluta por aquí y por allá gatillara obligadas evocaciones a Miami o a la Riviera Maya. A la hora del ocaso, con la secuencia de sampleos étnicos dispuesta por Fernanda esparciéndose sobre una franja de cielo teñida de encendido carmín, este enrarecimiento espacial, este como no saber muy bien dónde diablos se está, se potencia al doble.

Me recibe Fernanda, que con una toallita termina de secarse el pelo tras un reciente ducha. Va descalza. Lleva puestos los mismos pantalones de la tarde. Me parece bien. "Durante el día este departamento es un horno; a esta hora se pone genial", me comenta, tras hacer un gracioso giro en los talones en dirección a mi, y me sonríe. La curva blanca de su boca y el tinte ligeramente encarnado de sus mejillas le entregan un aire definitivamente juvenil. No deja de llamarme la atención: luce definitivamente más joven -además de mejor- que hace cuatro años atrás, cuando la conocí. Sé que ella tiene sólo unos años menos que yo. En su caso, todo me hace suponer que durante el último lapso la vida la ha tratado con particular benevolencia.

En eso aparece el hermano, Esteban. De estatura media, pectorales medianamente marcados, tal vez una pizca grueso, aún así de aspecto general más bien atlético. Más moreno que Fernanda, su despejada frente la encuadra una masa de pelo oscuro, cuidadosamente recortada; en la barba de dos días se perciben con claridad concentraciones de canas, sobre todo en la zona del mentón. Lleva puesta una polera con estampado del círculo céltico del álbum "Discipline" de King Crimson. Me saluda con una sonrisa dura, pero en forma amable. Al tiempo que me entrega una gélida botellita de cerveza, me dice: "así es que te dedicas a las fotos, buena pega ésa, ¿no?" "Sí, cualquier pega es buena mientras te guste hacerla, creo", respondo, con ponderación de consejero matrimonial. "No sé, a ver, conozco más de un amigo artista que a los veinte partieron felices pintando cuadros y ahora, cerca de los cuarenta, darían cualquier cosa por tener el sueldo de un cajero de banco", puntualiza, sentándose con cierta rigidez, sin apoyar la espalda sobre el respaldo de un sillón de cuero gris. Le echo una mirada: sus ojos se han quedado clavados en mí con una expresión severa. "Porque a ti te va bien...", agrega, acercando la boca de su botella a sus labios. Está claro que Fernanda le ha entregado antecedentes. "Sí, he tenido la suerte de dar con un par de buenos clientes y poder trabajar con cierto mínimo margen de libertad", pronuncio, con la mecanicidad propia de un discurso que uno se ha tenido que armar para dejar tranquilos a interlocutores como este Esteban. A todo esto, Fernanda ha desaparecido. Percibo su voz desde un punto indeterminado del departamento. Seguramente recibió una llamada importante y se fue a su pieza a hablar, no me dí cuenta.

"Me gusta tu forma de plantear las cosas: te va bien en lo que haces y no tienes rollos en reconocerlo. Seguramente tienes un par de peces gordos que te dan pegas pa' tus fotos y eso te permite vivir con cierta holgura. Eso, esa forma de ver las cosas es lo que mucha gente no logra captar, lo que a la larga no hace más que retrasar el desarrollo". El compadre tenía ganas de hablar, eso se percibe fácil. En cualquier caso, no tengo idea qué cresta le habrá hablado Fernanda de mí, pero por la dirección por la que él empieza a encaminar sus palabras, parece que me ha pintado poco menos que uno de los fotógrafos más exitosos de Chile. "Yo soy constructor. Trabajo hace años en una de las empresas que ha entrado más fuerte en la zona. Nos va bien, muy bien. Trabajamos seriamente, nuestros proyectos, sin ser perfectos, son de buen nivel. Pero la gente igual nos critica. Lo peor, mucho viejo cuico, que han venido a retirarse a la playa tras toda una vida chupándole la sangre a unos cuantos, son los que levantan la voz con más alharaca." Me pica la curiosidad, le pregunto en qué empresa trabaja, qué proyectos específicos han desarrollado. Ok, pequeños San Alfonso que se reparten por la comuna. "Pero igual corre plata por debajo", me animo a tirarle, como para ver cómo reacciona. Me echa una mirada ya no severa, sino ahora más bien plana, de una planura redonda y meridiana. "El mundo gira en torno a los incentivos. Y la plata es el mayor incentivo que existe. Acá en San Alfonso corrió mucha plata por debajo y, siendo perfectamente franco, creo que mucho menos plata de la que se podría haber corrido." "La sacaron barata", digo. "Súper barata, al costo. Acá los compadres, por suerte, se conforman con poco", aclara, y echa una sonrisita nasal, que deja ver la punta de unos dientes de blancura de comercial. Descubro ahora que, sonriendo, en ambos hermanos el vínculo sanguíneo se hace mucho más evidente: sonríen casi calcado.

(Continuará)