7/4/13

A propósito de la exhumación, por Pablo Salinas

A Neruda, convengamos, le fue bien en la vida. Aparte de los premios -que a veces llegan tarde y mal-, el vate tuvo tres casas. No conforme con levantar rancho en las dos más importantes metrópolis nacionales -Santiago y Valparaíso-, el hombre se las arregló para hacerse de su propia casa de veraneo, un espacio de descanso y señoriales labores junto al mar. Y fue a la larga curiosamente esta última donde, en el tramo final de su vida, concentró sus más sentidos empeños. La casa de Isla Negra se convirtió de esta manera en, con holgura, la más atractiva, la más famosa, la vedette de las tres. Hordas de turistas extranjeros la visitan año a año, ávidos por caer subyugados bajo el mítico encanto de esas maderas que atesoran la más alucinante colección de monedas antiguas, caracolas, mascaronas de proa y un largo etcétera. Muchos en el pueblo, oriundos, se encogen de hombros y ladran: "¿Y qué? A nosotros Neruda no nos aporta nada." Los herederos del Nobel, por su parte, acusan de que el nombre de su ilustre tío ha sido secuestrado por la fundación, que hoy administra a su antojo su patrimonio, aplicando una política más proclive a llenarse los bolsillos que a entablar un diálogo más abierto y generoso con la comunidad.

Esta tarde, una carpa cubrirá la zona del jardín de Isla Negra donde reposan sus restos, junto a los de Matilde, su última mujer. Excavarán hasta llegar al cuerpo -o lo que queda de éste- en busca de trazas de veneno. Cuando hace unos meses se difundió en la prensa la denuncia de quien fuera su chófer por posible envenenamiento, personalmente no me resultó ésta para nada improbable. Independiente de lo que al final arrojen los resultados de laboratorio, el envenenamiento de Neruda -con los antecedentes de la masacre de Víctor Jara y la misma purga con gas mostaza del ex-presidente Frei- resulta una probabilidad perfectamente válida, legítima. No llegaba todavía los setenta cuando, repentinamente, tras el Golpe, se vino abajo. La presencia de un Neruda internándose en los setenta, enfrentándose a la figura aciaga de Pinochet, ¿qué clase de contrapunto, de discurso hubiera propiciado? ¿Qué poemas, qué alegatos, qué repercusiones? La investigación que se inicia hoy nos ayudará a dilucidar si el curso de los hechos se han cerrado siguiendo su trayecto natural e inexorable o si, por el contrario, ha sido nuevamente la intervención artera de unos pocos la que ha tijereteado un episodio entero de nuestra historia.

La mentada fundación, poniendo en evidencia de que su política comunicacional anda como el carajo, desde un primer momento ha dado señas de abierta incomodidad ante la idea de escudriñar en torno a la muerte del vate. Lo que no ha hecho más que acrecentar el rumor de las murmuraciones. Y esta vez, no sólo de los oriundos.