2/5/12

El abrupto fin de un derviche de provincia

Tengo un amigo que después que leyó mi primera novela cambió ligera pero notoriamente su actitud hacia mi. De partida, acentuó su hospitalidad, por así decirlo. Nuestra relación, hasta antes, si bien siempre había sido cordial, nunca alcanzó grados de intensidad y cercanía demasiado altos. Antes, de hecho, pese a vivir ambos en el mismo pueblo, nunca llegamos a frecuentarnos con verdadera regularidad. Tras la lectura, todo cambió. Me empezó a llamar, a pasarme a ver, a invitarme a conversar a su casa. Y en todos esos encuentros, el tema de mi novela resultaba ser siempre abordado por él de manera más bien sutil, pero en términos invariablemente elogiosos. Una vez incluso me expuso con entusiasmo su interés por que hiciéramos juntos algo en el campo de lo audiovisual. "Un cortometraje, por ejemplo, donde a mi me interesaría participar, en un pequeño rol", me reveló, haciendo un evidente esfuerzo por superar los márgenes habituales que le impone su temperamento reservado. Yo, muy lento, recién días después capté lo que me insinuaba con su proyecto: que lo llevara a recrear en "escena" al personaje con el que él en mi novela se había sentido fuertemente identificado. En una palabra, estaba seguro que yo me había inspirado en él para desarrollar algunos aspectos de mi libro. Tal vez, a sus ojos, incluso algún personaje específico estaba basado en su persona. Pero no. De él hay muy poco (por no decir nada) en ese texto. Por mientras, me sigue invitando a su casa a probar más que aceptables vinos en su agradable terraza.

La última vez que estuve ahí, había invitado también a un tipo, un tal Luis. Canoso, de pelo corto, unos cincuenta años. Mirada ligeramente inquisidora, sin llegar a ser molesta. Pareció esperar a que nosotros le diéramos el corte a nuestro poco convincente proyecto del "cortometraje" para empezar a hablar. Según dijo, llevaba muchos años vinculado al pueblo. Yo habría dado un dedo asegurando que nunca antes lo había visto. El tema de las elecciones municipales de fin de año saltó al tapete:

-Da lo mismo quien salga. Sale un ladrón para que entre otro ladrón -empezó diciendo, sin especial énfasis.

Tras un breve silencio, pasó a contarnos que hacía unos años había tenido una lancha, en la que solía salir a pescar. Y como en ocasiones no tenía quién lo acompañara, invitaba a un muchacho que había conocido en la caleta de pescadores. El mayor anhelo de éste era estudiar, sacar adelante una carrerita técnica, "no terminar siendo como todos en el pueblo". Pasan algunos años, va a la municipalidad a ofrecer un plan de rescate ecológico para las quebradas. Lo hacen hablar con el encargado de Aseo y Ornato. Es él, su antiguo compañero de pesca. Piensa que con éste tras el escritorio las cosas van a andar más rápido. Craso error. No le dan ni la menor bola. Cero interés. Pocos meses después, comprando verduras, se vuelve a encontrar con el ahora flamante empleado municipal. Rechoncho y sudoroso, en seis o siete años queda poco de aquel muchachito que lo acompañaba a pescar corvinas frente a las costas de Tunquén. Se saludan. El municipal lo mira raro. De hecho, antes de despedirse le pregunta si lo puede pasar a ver su casa, que necesita decirle algo. Luis le responde que no tiene ningún problema, que si quiere vaya esa misma noche. Así lo hace. Llega y a los dos minutos ya está desembuchando su historia: que su trabajo en la municipalidad lo tiene enfermo, que se da cuenta cómo los concejales se venden al mejor postor, cómo cada uno atina a su manera para sacar su tajada sin que nadie diga nada, que la mayoría está más preocupado de arreglarse los bigotes y sacar la vuelta que de trabajar para sacar el pueblo adelante.
-Nada nuevo. En todos las comunas del litoral central pasa lo mismo -comentó mi amigo, aprovechando una pausa que hacía Luis para humedecerse el gaznate con un sorbo de vino.
-Es muy probable. El asunto es que toda esta situación a este muchacho lo afectaba enormemente -apuntó Luis-. Era tanto lo que le afectaba que no encontraba mejor forma de canalizar todo este malestar que dando vueltas.
-¿Vueltas? -preguntamos a dúo, mi amigo y yo, tras mirarnos sin entender.
-Sí, vueltas. En torno a sí, como un derviche enloquecido. Esa misma noche que me fue a ver, de hecho, se volvió loquito en medio de su relato y no halló nada mejor que ponerse a dar vueltas en medio del living. A una velocidad insólita. Y gritando "¡hosanna, señor, hosanna!" Soporté el espectáculo no más de un minuto y lo detuve.
-¿Lo detuviste? -me animé esta vez sólo yo a inquirir (sin saber bien por qué, su historia me empezaba a fascinar).
-Sí, claro. Provincianismo, programación mental, además moralina religiosa, es como mucho. Eso no se aguanta. ¿Quién puede aguantar, seguir aguantando algo así?
-Ok, pero, ¿cómo lo hiciste? ¿Cómo lo detuviste?
-Fácil. Apelando a un poder superior, a un poder verdadero. Tengo esta piedra que ando trayendo siempre conmigo que me ayuda en esto -dijo, al tiempo que ponía entre sus dedos una piedrecilla color calipso que pendía de su cuello sostenida por un fina cadena de plata-. Es mi talismán, me conecta con la Fuente. Es como cargar un arma con las balas más poderosas que puedan existir. Derriban cualquier muralla, por firme que parezca. Es un procedimiento que he hecho varias veces. Con este muchacho no fue particularmente difícil manejar con éxito la situación. Un loquito histérico, aunque suene duro decirlo. Una mano a la altura de su cabeza, la otra sobre la piedra, una instrucción emitida con plena autoridad y ya. Quedó tendido en el piso, lloriqueando. Le di un vaso de agua, esperé algunos minutos que se repusiera y lo fui a dejar a su casa. De verdad creo que no hay nada más insoportable que los raptos de histeria provocados por el tufo moral de las religiones -terminó diciendo, con sequedad y una expresión de ligero desaliento en el rostro.

Es curioso constatar que ese tal Luis, a quien nunca más he vuelto a ver, logró en apenas un solo encuentro lo que mi amigo no ha logrado en ya varios años: propiciar la puesta en marcha de los engranajes de mi imaginación y transformarse en un sujeto de alto atractivo literario, si me permiten la expresión.