25/5/13

Pasteur, ese gran embaucador, por Pablo Salinas

Será porque me eduqué en colegio francés -el que, además, todavía se ubica en una calle de Santiago de Chile que lleva su nombre- que el asunto me golpea con particular intensidad, diría, cercanía: me sorprende la fama de la que todavía hoy sigue gozando Pasteur. Aquel químico orgulloso y arrogantillo, que como fiel adepto a la reacción conservadora que encabezara Napoleón III gozó del apoyo y los mimos de la oficialidad para desarrollar sus investigaciones. Cada vez que se vio enfrentado a científicos de real estatura, su escaso talento quedó siempre en franca evidencia.

Frente al mismo Antoine Béchamp -al que la historia oficial todavía hoy insiste en confinar a un segundo plano-, los registros médicos de la época estampan una de sus más vergonzosas derrotas: cuando los empresarios franceses entraron en pánico por las pérdidas cuantiosas que les estaba reportando al negocio de la seda un mal que atacaba a los gusanos productores, la pebrina, mandaron llamar a los más destacados especialistas para investigar y erradicar la plaga. A los pocos meses de estudio, Béchamp acertaba distinguiendo el origen parasitario del mal; Pasteur, por su parte, se encargaba de escribirle a sus patrones calificando de locos a todos aquellos que, como su más brillante colega, sostenían tal tesis. Recién en 1868, tras dos largos años de quiebres de cabeza, Pasteur entiende que está equivocado, tras los denonados esfuerzos de su espabilado ayudante Gernez por abrirle los ojos. Pero nunca reconocerá la anterioridad de los hallazgos de Béchamp; por el contrario, el muy miserable se encargará de dirigir misivas en direcciones estratégicas (a la Academia de Ciencias, al Ministerio de Agricultura) anunciando que él fue el primero en descubrir el origen parasitario de la pebrina.

Se le cuelga también la medalla como el creador de la vacuna antirrábica, en circunstancia que ésta la creó un tal Henri Toussaint, olvidado profesor de la Escuela Veterinaria de Toulouse. En rigor, Pasteur sí creó su propia vacuna contra la rabia, la cual resultó ser una verdadera pócima asesina, tanto que hasta sus propios colaboradores rehusaron emplearla en los primeros ensayos, optando por la elaborada por Toussaint. Se repite también que la vida de un muchacho mordido por un perro con rabia, un tal Joseph Meister, habría sido salvada por la oportuna intervención del chambón de Pasteur. Lo que poco se menciona es que ese mismo perro mordió a otros niños en el pueblo y ninguno de ellos presentó signos de la enfermedad, y que un animal con rabia transmite la enfermedad en no más de un 5 a un 15% de los casos.

A quien los textos de historia sacaron definitivamente de escena es al desafortunado Édouard Rouyer. El pequeño de doce años fue mordido por un perro desconocido. Pasteur le inyecta su vacuna "personal"; el niño muere a los pocos días. Una investigación judicial es abierta para determinar la causa de muerte. La responsabilidad de conducirla recae en el profesor Paul Brouardel... amigo de Pasteur. Las pruebas de laboratorio arrojan en forma contundente la rabia como causa de muerte. El informe oficial terminó declarando que el niño había muerto por ¡uremia!

La ley del silencio se impuso. Brouardel se atrevió incluso a afirmar que no se había producido ninguna muerte entre los pacientes tratados por el llamado "método intensivo", en circunstancias que hasta entonces la mano de Pasteur ya había cobrado más de ¡setenta víctimas! Entre éstas, algunas habían muerto de rabia común, otras habían sido atacadas por una nueva infección: "la rabia de laboratorio". Presentaron los mismos síntomas de los conejos inoculados en laboratorio por el virus de Pasteur.

Sé que los anales de la historia médica guardan casos similares por montones. El portugués Egaz Moniz llegó incluso a ser distinguido con el Nobel a mediados del siglo pasado como inventor de la lobotomía; hoy víctimas de tan brutal procedimiento levantan una petición internacional para que el premio le sea retirado. Pero mientras a Moniz y su lobotomía el paso de los años lo ha confinado al más abierto de los desprestigios, Pasteur y su timo inoculatorio, tras siglo y medio desde su infausta irrupción, todavía se da maña para arrellanarse en una posición de privilegio en el pedestal de la oficialidad.