30/5/20

Stefan Lanka, o el gran cuestionamiento a la existencia de los virus


 Por Pablo Salinas

Entrado y bien entrado el siglo XXI, a la gente se le pone bien cuesta arriba enfocar con cuestionamiento ciertas materias, ciertas materias presentadas como verdades, es decir, materias que alcanzan estatus de dogma. La actual crisis del COVID permite que el fenómeno quede expuesto con claridad inusitada. El planeta entero sumergido en cosa de meses -o apenas semanas- en un trance de tipo sanitario y, por consiguiente, empujado a poner bien en caliente cuestiones -cuestiones médicas- cuya circulación, hasta antes, se limitaba a la estricta órbita de los especialistas. La infectología, muy predominantemente, se saca desde estantería de la academia y los laboratorios, pero solo en clave de becerro de oro: aquí la tienen, consúltenla, ella guiará sus pasos. Deslizar un comentario revisor, un cuestionamiento, nunca bienvenido, menos ahora.

Se trata de verdades tomadas y asumidas como graníticas; cualquier duda sobre cuán sólidamente construido está uno o varios de sus pisos es tomado como broma de mal gusto, propia de alguien o muy poco instruido, o derechamente no del todo dentro de sus cabales. La teoría de las enfermedades infecciosas está tan profundamente metida -quizá convendría más decir “inoculada”- en nuestras sociedades que, de hecho, se arrellana bien a la vanguardia de nuestro condicionamiento cultural.

Pero pensemos en Aristarco de Samos. Siglo III antes de Cristo. Se le consigna como el primero en postular a que el Sol era el centro y la Tierra solo un planeta que giraba en torno a este, cuestionando de raíz la tesis entonces con largueza imperante que sentenciaba justo lo contrario. Un contemporáneo suyo, de mucho mayor fama, Arquímedes, se refiere al sujeto y consigna la hipótesis. ¿Cuánto siglos pasaron? Dieciséis, diecisiete siglos hasta que Copérnico osara apuntar contra el dogma y reflotar el postulado del griego. Durante largos diecisiete siglos cientos de sabios, estudiosos, mentes conspicuas, no alcanzaron a detectar el mérito y justeza de la teoría, y recién entrado el 1500, la verdad empezó poco a poco a emerger entre las negruras del dogma. Y el tránsito, lejos de expedito, tomó otros casi dos siglos. La Tierra es redonda y gira en torno al Sol. Una verdad, hoy básica, escolar, pudo finalmente establecerse en nuestro orden de cosas no solo gracias al trabajo de grandes hombres, sino también a una mayúscula cuota de coraje y determinación (uno de ellos, 1600, por aventurarse a declarar que nuestra Tierra no solo giraba en torno al Sol, sino que además existían muchos sistemas planetarios similares al nuestro, pasó ocho años preso y ¡terminó quemado vivo!)


Aristarco de Samos, el gran adelantado de la teoría heliocéntrica

Ya bien antes de la irrupción del COVID, varios científicos formularon sus críticas al modelo imperante, en rigor, los principio de la infectología. No fueron bien tratados, por cierto. El caso de uno de ellos merece nuestra atención. Stefan Lanka. Si lo googlean, de seguro junto con una breve e imprecisa entrada suya en Wikipedia -sintomático-, se encontrarán con varias otras respecto a la controversia que alcanzó repercusión mediática mundial: este biólogo alemán, con toda una carrera en el campo de la investigación virológica, ofreció públicamente en 2011 una recompensa de 100.000 euros a quien fuera capaz de presentar un estudio que comprobara la existencia del virus del sarampión. El desafío parecía de sobra tirado, si consideramos que ya en 1954 Enders y Pebbles habían dicho haber aislado dicho virus, permitiendo el desarrollo de una de las vacunas de uso más popularizado y extendido durante el siglo XX. Como era obvio, a los pocos meses, un tal David Bardens, en ese entonces estudiante de medicina, presenta seis estudios que a su juicio demuestran sobradamente lo requerido -entre estos, el fundacional de Enders y Pebbles- y exige la recompensa. Sin embargo, Lanka rechaza los seis. Ninguno entrega pruebas fehacientes de la existencia del virus.

El asunto pasa a la justicia. En marzo de 2015, una corte del distrito de Ravensburg declara que el criterio del anuncio hecho por Lanka ha sido cumplido por el material presentado por Bardens y ordena el pago. Lanka, firme, apela. El caso pasa a un estamento judicial superior, la Corte de Stuttgart, la que revierte el primer fallo. No se han presentado evidencias suficientes. Finalmente, en enero de 2017, la Corte Federal alemana ratifica la sentencia. Durante este histórico proceso final, se convoca un panel de expertos. Entre estos, el doctor Andreas Podbielski, jefe del departamento de Microbiología Médica de la Universidad de Rostock. Lo que este declara resulta aturdidor: la existencia del virus del sarampión solo puede deducirse de las conclusiones de los estudios presentados, pero en ningún caso demostrarse. Ninguno de los estudios (Enders, por ejemplo, es premio Nobel por sus investigaciones en virología) se habían realizado bajo estándares de control básicos, acusando, según Podbielski, una evidente “debilidad metodológica” (!)

Durante todo este lapso, aparte del estudiante de medicina, nadie más ha presentado evidencias. Como tampoco, ni la BBC ni The Guardian ni los principales medios que cubrieron el primer fallo adverso a Lanka se han hecho parte del desenlace del proceso.

Mayo 2020. La oferta de los 100 mil euros sigue en pie. Nadie en el mundo ha sido capaz de presentar pruebas científicas de que el virus del sarampión verdaderamente existe.

27/5/20

"Pandemia": El momento de dar vuelta la página


Por Pablo Salinas

Ya va quedando demasiado claro que a una buena parte de la población de este planeta le atraía, le interesaba, incluso ansiaba verse enfrentada a una amenaza mayor, formar parte de esa cinta bastante trillada donde una bestia negra pasea su pestilente sombra por las calles de una ciudad semi abandonada. Ahora la bestia llegó en formato diminuto (en rigor, nanométrico), cargando más de un nombre (un detalle de complicación extra contribuye al suspenso) y una tajada importante de las audiencias parece conforme con la oferta. Parecen conformes porque insisten majaderamente en deglutir el trance en clave de pesadilla. El lente está enfocado solo para apuntar a la parte oscura del fenómeno; se nubla miserablemente cuando recorre la totalidad del molde.

El famoso COVID entró en escena primero en el norte. De China dio un salto grande hasta Irán, luego se encaprichó con Italia y terminó repartiéndose en forma desigual por el resto de Europa. Hace tres meses, nosotros en Latinoamérica cerrábamos el verano con noticias de ciudades enteras en Lombardía siendo asoladas por este nuevo virus y casi nadie (menos a la distancia) podía atreverse a subestimar el poder de fuego del incipiente trastorno. Giorgio Agamben, sin embargo, lo hizo, y se ganó una respuesta brutal, maciza e internacional, que no hizo más que sumar más volumen a medida que los días pasaron y las víctimas fatales se fueron sumando. Y lo que Agamben hizo -en ningún caso probarse de improviso los ropajes del investigador médico, asunto que empezó a ser deporte durante el transcurso de la epidemia- fue simple y limpiamente remitirse a interpretar los primeros informes entregados por los órganos de salud oficiales, los cuales corregían rotundamente a la baja la real estatura del monstruo.

Pese a la histérica arremetida contra Agamben y las pocas voces que osaron cuestionar la afinación de la canción oficial, la materia gris europea siguió activa, aportando luces. Jean-Dominique Michel, antropólogo de la salud suizo, tipo con toda una vida hecha en torno a la investigación y la reflexión sobre el fenómeno de las enfermedades y las epidemias, pudo poner en práctica en carne propia todo lo que pronto había aprendido respecto al nuevo virus. Cayó contagiado, probó en primera persona el tratamiento que le merecía mayor confianza, superó sin mayor drama el mal y compartió lo aprendido: la peste china no podía ser considerada bajo ningún criterio científico ni más poderosa ni más mortal que un brote de influenza típico de todos los años. Este último engendro de la familia de los Corona era apenas el pie; el resto de la estridencia venía por obra y gracia de un tratamiento mediático fuera de toda escala, "alucinado", como no dudó en tildarlo el helvético.

Fueron, por lo demás, los mismos investigadores -los de madera noble donde no entra el formón del lobby farmacéutico- quienes empezaron a dejar en evidencia lo contrahecho del tinglado, la trizadura más o menos severa en la fachada de la "pandemia": pese a tener este bicho nanométrico un poder de letalidad más bien menor (0,5% según el muy conservador Instituto Pasteur), una porción importante de las víctimas mueren por recibir un tratamiento incorrecto; más que destinar ingentes recursos en el contrasentido de dar con una vacuna para una enfermedad no-inmunizante mucho más lógica tiene ayudar a fortalecer el sistema inmunológico de cada cual, y la forma idónea de hacerlo es sociabilizando, tomando sol, haciendo ejercicio, justo lo contrario de lo que impone un régimen de confinamiento...

La sombra de este eclipse planetario se carga por estos días de este lado del globo. Además, los "expertos" -los hechos de corcho que hacen las figuritas según se les van dictando desde la cúpula- han dicho que ahora, una vez que COVID se despide del norte, ha llegado el turno de Latinoamérica. La horda de comentaristas pretendidamente más lúcidos seguro se frotan las manos: en la antesala buscaron incluso bajo la alfombra el eslabón perdido de la mega-catástrofe (una vía de inteligencia superlativa para poner en aprietos al gobierno de Piñera), ahora cualquier tintineo de vasos sobre la mesa tendrá luz verde para ser leído como inicio de terremoto. Pero el terremoto no está. Más bien, está y bien encima, pero no vendrá precisamente desde ese lado donde concentran sobrexcitados desde inicios de marzo la mirilla.

Régimen policíaco y todo un país semi paralizado por el muy rudimentario pretexto de una epidemia que no tiene nada de raro ni inusual.

Ya es tiempo de sacarse la venda y muy resulta y enérgicamente despertar.