29/11/10

Revelaciones del baile, por Hervé Tusak


¿Qué me empuja a escribir? El brillo de sus ojos en esa noche de otoño del baile frenético. ¿Captar ese instante? ¿Perpetuarlo? Una mirada encendida, iluminando con ese par de perlitas intensas, imposible de describir adecuadamente, lo sé. Pero al ponerlo en letras supongo que, rememorándolo con cierta exhaustividad, lo haré repercutir, resonar con nuevos bríos.
La producción de galletitas verdes fue particularmente rica esa temporada. Yo nunca me había animado a probarlas. En las fiestas de mis amigos hippies durante algún tiempo circularon con cierta regularidad, cuestión que –ahora lo comprendo harto mejor- constituía para muchos un motivo de notable regocijo. Para mí habría bastado con experimentar el goce insólito de aquella mirada. La eclosión nocturna de una flor fugaz, de magníficos pétalos, trémulos bajo la más salpicada secuencia de ritmos. ¡Ay! Imposible no quejarme como un romántico decimonónico. Una amiga querida había muerto hacía muy poco; otros, recién penetrando en los dominios de internet, parecían caer en la más brutal de las adicciones, con promiscuos listados de relaciones con muchachitas polacas, belgas o de Quinta Normal, cuyos pormenores me compartían con cierta extraña reserva.
Yo aquella noche –lo confieso ahora abiertamente- no engullí de las galletitas más que una mínima porción. Nuestra encantadora anfitriona me entregó, apenas traspasé el umbral de su casa, una entera, siempre y cuando me la comiera toda. No fue así, ni de cerca. Yo apenas con una puntita quedé listo, el resto se lo zampó sin mayor aspaviento cualquiera de mis amigos geniales. O amigas. No sé. El hecho es que ellas formaron un grupo y se dedicaron a bailar, a contornearse estupendamente. Y Ella, a bailar y dar giros, como una derviche salvaje presa de un embrujo repentino. Y, tras cada agitada sesión, venir hacia mí, extendiendo sus brazos, y reclamar mis manos con las suyas. El sostenido movimiento que obliga a que las ropas vayan abandonado los cuerpos. El pecho agitado, los brazos desnudos, la mirada de notorio emborrachamiento con ese par de perlitas oscuras brillando como estrellas a punto de nacer, o de extinguirse. Con eso me hubiera bastado. Tomar nota de ese hecho puntual. Tomar nota, como fiel discípulo de Debussy, de aquel más que interesante fenómeno estético, contrastando la imagen de aquellos lozanos y sudorosos cuerpos, como una corte de antiguas odaliscas en éxtasis, con los sones de Janis Joplin, Santana, Jamiroquai, y los distintos brebajes entintados en Coca-Cola y las galletitas verdes pareciendo intensificar su poderosa carga de THC en su presentación en papel de aluminio.
Pero no fue así. Entiendo que el recurso del “sofisticamiento” estético, su práctica habitual, constituye, tanto como una terapia o una fatal manía, un refugio. El refugio al que recurre aquel al que muchos de los fenómenos vitales lo sobrepasan, lo aturden. Muchas de las manifestaciones vitales –visuales, emocionales, cognitivas – lo dejan incapaz de una reacción digna, adecuada. Por eso hay que seleccionar algo, y desmenuzarlo y trabajarlo con la meticulosidad de un orfebre.
Porque una simple mirada nos puede aturdir, una simple mirada acompañada de una sonrisa, la visión de unos espléndidos dientes asomándose entre unos bellos labios, bajo la sombra de los largos eucaliptos en una ventosa mañana de primavera…
Y todas estas visiones, olores, palabras, pequeñas emanaciones, no remecen porque sí, sino porque se capta, de una secreta pero feroz manera, que tras todas ellas se esconde una fuerza mayor que las genera. Una fuerza mayor, integradora, que no se sabe ni se puede describir con más precisión, sólo evidenciar que ante ella todas nuestras estructuras y separaciones que sostienen nuestros simulacros de vida se desvanecen de golpe, conectándonos a un estado de insospechados goces.

11/11/10

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