9/3/13

El centralismo en cuatrocientas doce palabras, por Mario Barahona

El centralismo no está  en el centro de la metrópolis, está aquí dentro. 

La gran metrópolis no está construida sólo con hormigón y vidrio, sino también con expectativas. ¿Dónde pondremos entonces nuestras expectativas? ¿Trabajamos-vivimos para las grandes empresas constructoras?

El centralismo es como la TV: si la apagas, desaparece. Más aún, es saludable desenchufar el aparato para que no se produzca consumo vampiro que abulte nuestras cuentas el fin de cada mes.

El centralismo es como las viseras de los caballos de feria, que además le cuelgan del cuello un saco con heno y le hacen creer que está en el campo. Con suerte le dan de beber agua, al menos al regreso de la dura jornada arrastrando un carretón ajeno con carga ajena por caminos ajenos.

El centralismo escritural es la suma de todas las expectativas que pasman el espíritu y la mente tal como la TV al final de cada jornada de trabajo animal. Si tienes suerte bebes agua; si no la tienes, bebes Coca-Cola o cualquiera de las bebidas de fantasía que pagas con dinero de tu mezquino salario fantasmal. Para apaciguar el centralismo –o al menos intentarlo-, debemos escuchar a quien está a nuestro lado, no allá lejos, en un escenario ilusorio. Es hacer carne esa frase tan pedestre que dice: la caridad comienza por casa. Tenemos que aprender a escuchar, y, más aún, leer al más cercano, a quien vive dos o tres casas más abajo o más arriba. No renunciar a nuestro derecho de opinión o crítica, sino más bien intentar el ejercicio de reconocer en el otro a un otro tan valorable como yo mismo, y, aquí el secreto: tiene algo que cantar-escribir-poetizar-pintar-esculpir-representar.

El centralismo seguirá  intacto y saludable si insistimos en utilizar sus mismas herramientas y estrategias. Él seguirá más fuerte y dominante, y nosotros más patéticos-dependientes-vulnerables.

Y, para terminar este breve comienzo, discrepo de los que afirman que para romper el centralismo se necesitan las platas que, claro está, maneja el señor ministro de cultura o alguno similar. Además de caballo de feria, nos convertimos así en “besa-manos”, no obstante en lo que sí estoy de acuerdo con utilizar platas del estado, es si queremos gastarnos treinta millones de pesos en tres días trayendo al Pato Manns, al grupo Congreso y algunos otros que ya olvidé mientras disfruto de la posibilidad utópica de alcanzar el horizonte, sentado en una roca con los pies hundidos en la arena.