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Los jóvenes Darío y Balmaceda en los albores de la poesía chilena

 

 

Por Pablo Salinas

 

Chile, la que había sido la colonia y luego la república más pobre, remota y menos poblada de Sudamérica, experimenta una transformación de proporciones hacia fines del siglo XIX. Entrando en la década de 1880, el país se expande por el norte y por el sur, y esta expansión territorial, a punta de fuego y balas, propicia una bonanza económica nunca antes conocida. Las arcas fiscales alcanzan un esplendor inusitado gracias a la potente dosis de recursos que le inyecta el salitre nortino. 

Justo por esos años, proveniente de Nicaragua, desembarca en Valparaíso un joven de 19 años que da sus primeros pasos en la poesía, Rubén Darío. En Chile, más allá de los prejuicios o de lo que más de alguno pueda sentirse tentado a suponer, al centroamericano, pese a no tener aún obra publicada, se le recibe y acoge en forma harto cordial. Nada menos que en la misma casa de gobierno, La Moneda, el hijo del presidente Balmaceda, Pedro, organiza tertulias literarias, a las que el recién llegado es pronto invitado a integrarse. El chileno y el nicaragüense tienen casi la misma edad. Pedro, limitado en su despliegue físico por una severa deformación en su columna, es un lector ávido y sensible, muy atento a las novísimas tendencias estilísticas provenientes de Europa. Rápidamente detecta el genio en su compañero; lo celebra, lo alienta, al punto de financiarle la publicación de su primer libro. Piglia, en alguna conferencia, propone a un derrotado Mariano Moreno, rumbo al exilio, traduciendo un libro del francés como escena inaugural de la literatura argentina. Nosotros, en Chile, la tenemos más fácil. No hace falta ni irse tan atrás ni tampoco escudriñar con lupa entre los entresijos de la historia. La estadía de más de dos años del joven Darío en el país, con la aparición de Azul como su punto culminante, es nuestro más que evidente punto de partida. Al menos de la poesía, si consideramos que hasta entonces el mayor hito de la lírica nacional eran los versos que en su juventud había escrito un tal Eusebio Lillo.

Es decir, la tradicionalmente pobre república, viviendo sus primeros años de holgura, genera una dinámica de estímulo intelectual bastante peculiar, con las dependencias de la misma casa de gobierno como uno de sus centros más fuertes. El joven tullido chileno, de abolengo, que domina con fluidez el inglés y el francés sin haber salido nunca el país, le traspasa al plebeyo centroamericano esta fascinación por los nuevos brillos de la cultura europea y éste, por su parte, rápidamente los digiere y modula con particulares intensidades.

Todo esto sucede, como dije, en medio de un ambiente sobreexcitado por el suculento flujo de recursos que apenas hacía unos años había empezado a nutrir las arcas nacionales producto de la explotación del salitre en el desierto antes boliviano y peruano. La, en cierta medida, repentina bonanza generó un trastorno mayor en la sociedad chilena, tradicionalmente habituada a desenvolverse en ambientes de invariable austeridad. La corrupción empezó a campear y a permear sin respetar títulos, cargos ni estirpe.  Las semillas dejadas caer por los jóvenes Pedro y Rubén fueron, sin embargo, echando raíces, para emerger con primeros tallos y brotes una generación más tarde, tallos y brotes de esa planta rara que tendrá crecimiento notable y vertiginoso, y que ya podremos llamar con toda propiedad “la poesía chilena”.

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