Por Pablo Salinas
Su caso no fue, por cierto, el de un artista incomprendido. Al contrario, el fotógrafo Sergio Larraín alcanzó en vida un reconocimiento pleno, incluso rutilante, al punto que ya antes de cumplir 30 la prestigiosa agencia Magnum lo enroló entre sus filas y sus fotos eran codiciadas por las principales publicaciones del planeta. Su carrera no fue larga, por opción personal; en ningún caso, porque la musa lo haya abandonado o la crítica dado la espalda. El hecho es que, tras su muerte, hace más de una década, la fama no lo abandona y, más bien, se acrecienta. Hoy, Larraín es el referente máximo de la fotografía chilena, inspira novelas y documentales y se le sigue estudiando desde distintos frentes con avidez y pasión.
Dejó, como todo artista, obra que, por diversas razones, no llegó a circular públicamente. Material de calidad que enriquece y complementa el perfil del creador desaparecido. A inicios de la década de 1980, cuando ya se había desligado de Magnum y vivía recluido en un villorrio en los alrededores de Ovalle, trabajó en un proyecto del que quizá sólo sus más cercanos llegaron a enterarse: hacer una suerte de seguimiento por la cotidianeidad de su amigo de infancia, el artista visual Ricardo Yrarrázaval, por Santiago y el litoral. La idea era sacar un libro con las fotos, probablemente en línea con el trabajo que había hecho años atrás junto a Pablo Neruda y su casa de Isla Negra. Esta publicación final no llegó a hacerse, pero sí quedaron las fotos. Una treintena de fotos, todavía inéditas, de las cuales acá comparto unas cuantas. Algunas capturas hechas en Punta de Tralca -donde Yrarrázaval solía salir a pescar entre las rocas- y Algarrobo, hechas por este extraordinario fotógrafo chileno.




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