5/2/14

Años, Hernán Castellano Girón

Peccata minuta:  hay un cuento de Cesare Pavese del mismo nombre,  Anni.
      
Es de noche, la noche de Santiago, más noche  que en cualquier otra parte del mundo, porque en ella nunca amanece. 
Frente a un hotel de calle Londres encuentro a una puta muy linda, grande y aguileña, igual a la Genoveva que también patinaba frente a la salida del museo del claustro de San Francisco.
De eso han transcurrido al menos cuarenta años. Por lo tanto, no puede ser ella, pero podría ser su hija, recuerdo que entonces me la mencionaba cuando nos encontrábamos por mi necesidad y la suya (necesidades diferentes, que tocaban plexos diferentes pero al fin y al cabo cercanos). Tal vez fuera su nieta, o incluso la misma Genoveva con cuarenta años en este mismo ahora, porque sólo yo he transcurrido junto con todo el tiempo desaforado, en mí ha pasado todo el tiempo del mundo: el resto del universo y los seres que lo pueblan viven suspendidos en ese primer instante en que me dieron su cucharadita de luz.


Le propongo llevar a cabo el acto relacionado con su oficio, pero como no tengo lo suficiente para entrar a uno de esos hoteles que todavía existen en la calle París, le sugiero hacerlo sobre uno de los bancos de la plazoleta y ella acepta previo pago de los billetes necesarios para cerrar semejante trato de echar un polvo en público.
Hay testigos que observan con curiosidad y sin descaro aquellos movimientos y manejos preliminares a toda cópula real o fingida, en este mundo. Cuando yo busco sus partes pudendas tiene las piernas apretadas por medias muy recias con ligas, y los muslos las desbordan como pequeños neumáticos inflados por otra boca que no es la mía ni nunca lo será.
Me sorprende encontrarla sin calzones. Palpo su densa pelambrera y su sexo es un orificio redondo y ligoso, pero no húmedo del deseo como el que hace muchos años le acaricié a su madre o abuela.  
Era ésa como tantas otras chuchitas de putas que ahora ya estarán muertas, seguro que sí, al menos muertas de insomnio o realmente muertas: nunca se sabe, la diferencia es sutil,  los resultados casi idénticos.
Sigo manoseando y revolviendo esa cavidad o abismo que se siente como lleno de lodo. Ella no reacciona a tan desaforadas caricias y eso recién ahora me parece lógico aunque ciertamente inoportuno, porque yo estaba sintiendo o mejor dicho imaginando que tenía una verdadera erección en ese trance tan inesperado,  esa evolución o involución o devolución de lo ¿magno?, ¿mágico? ¿execrable?
Son absurdos de la vida, porque si tenía en esos momentos a una mujer conmigo ofreciéndome o al menos concediéndome el acceso a su cuerpo astral (que ya es decir algo, por ahí se empieza) esto debía significar algo a estas alturas de la vida.  Ellas  aportan sus agujeros / representaciones de minúsculos big-bangs que brillan como si en vez de aberturas hacia lo que no existe fueran estrellas de un cielo desconocido que igualmente podría existir y de hecho existió y sigue existiendo mientras yo poco a poco me desintegro.
Viendo o mejor dicho verificando el conocimiento profundo de que no tenía una erección ni muy probablemente ya jamás podría tenerla, creí oportuno comunicarle en forma indirecta esa realidad, ya que lo más lógico habría sido entonces montarla y penetrarla, la mejor manera —según Borges— de homologar a un hotentote con un graduado de Harvard.  Probablemente no fueron las exactas palabras empleadas por Borges, y como ese verdadero milagro de la naturaleza que es introducirlo y eyacular dentro de una hembra con las piernas maravillosamente abiertas era imposible para mí, pero recordé lo dicho por mi amigo Helios Rambaldi, te (me) quedan muchos recursos para dar y recibir amor, porque de eso se trata: dar y recibir amor, nunca lo olvides: gracias amigo con quien viví las mejores aventuras del pensamiento cuando  el pensamiento de verdad existía, y la literatura, y el mundo no era solamente el trastorno oficial de los epiplones de una entidad que por ubicua cabe en todas partes y está en todas partes y a la vez en ninguna,  ahora mismo nos está digiriendo y no termina nunca de digerirnos porque sus ciclos bioquímicos, poliméricos y patafísicos están paralizados, a diferencia del resto del universo que huye de nosotros a inconmensurable velocidad según el ventrílocuo astrofísico Doppler, aserción corroborada por Daddy Yankee y especialmente por Stephen Hawking que también ha paralizado al universo desde su silla de ruedas dotada de servomecanismos indescifrables y pequeñas máquinas del tiempo en cada tuerca, tornillo o rodamiento que la conecta con supernovas y hoyos negros que nunca existieron pero alguna vez existirán cuando todo el resto desaparezca.
Lo sé desde el momento en que veo mis órganos colgar hacia un precipicio que se parece a la última orilla donde llegó Alejandro Magno en la ribera oriental de la India y ya no tuvo más tierra para conquistar —historiadores disidentes aseguran que lloró al constatar semejante calamidad— sólo que mis órganos lo hacen ya sin peso, como aves que flotan en el vacío, vuelan sin alas, y están prontas a amarizar en un océano sin olas, espuma ni corrientes y que tampoco conserva el perfume de sus millones de años de vida con su esplendor y miseria.
Aunque ya parezca redundancia o dejà vu, nos besamos con lengua, con ganas que parecían verdaderas o recíprocas (nunca ya podré saberlo, sólo intuirlo) pero ocurrió y lo que ocurrió una vez sigue ocurriendo para siempre, y quien dio su amor no podrá negarlo por todos los siglos de los siglos venideros, y el que lo negó tampoco podrá otorgarlo en el mismo lapso.  Igualmente la esperanza, que era el sentimiento o disposición mental que más odiaba Gustav Meyrink, escritor insigne, permanece ahí como un ovoide áspero y protegido igual que los huevos de dinosaurio fosilizados.
Sus entrañas se abrían y al mismo tiempo se cerraban como si la cueva de Alí Babá hubiera sido saqueada ya por cuarenta mil ladrones de luces y sombras proyectadas al misterio no perecible de las cosas que nos reavivan el deseo, porque todo puede morir, menos el deseo y gracias a él continuamos viviendo y seguiremos viviendo hasta que se extinga y nosotros con él,  aún con la mujer que ha compartido contigo o con otro veinte o cincuenta años de esta vida,  aunque hayas ingerido una megadosis de Cialis    —que parece ser mejor que el Viagra, en el sentido metafísico— y en la situación extrema de que ella no quiere o ya no te quiere ni desea tu cuerpo porque está pensando en el de otro que nunca tuvo o que tuvo sólo por cinco minutos y el resto de su vida siguió vislumbrándolo amargamente a través de los agujeritos de su prisión guarnecida por cercos de malla de alambre avícola.
Hablo también de todas las caries que ennegrecen tu vida más que tu boca que ya de por sí es una pura y sola carie que llega hasta el otro lado del universo donde —más te vale, más te vale— puede que estés renaciendo con cuerpo, alma y cojones nuevos.
Finalmente se lo dije: le repetí las palabras mágicas de Helios Rambaldi: poseo muchas formas de dar y recibir amor y aunque no lo creas existen, entre cuerpo y cuerpo digo, porque de eso se trata: la lengua en primer lugar  —que es el dedo del corazón según la medicina china, la más antigua del mundo conocido— y luego los labios que nunca pueden haber perdido totalmente su electricidad, sólo con la muerte ésta se detiene yéndose para otro lado; el dedo índice izquierdo o derecho (estaba usando precisamente el primero en ese momento) y hasta la nariz pero la mía es desgraciadamente muy corta.  Algunos afirman que Neruda se valía de su prominente nariz para poner en incandescencia el clítoris de sus mujeres, pero seguramente es una exageración de tipos como Juan Tarrea, Eudocio Ravines y tantos que lo odiaron desde siempre porque las diatribas de todos juntos valían menos que una sola línea de cualquiera de los poemas del Vate.

Ella me dijo, por supuesto que sí, estoy dispuesta a amarte de ese modo por muchos, muchos años, hasta el fin de los tiempos.
Afirmación trucha porque no se trataba de amor sino de su simulación, y los hombres a menudo no distinguimos al ser de su espejismo, también a propósito. En consecuencia,  acto seguido la veo atravesar la Alameda y llamó un bus cuncuna, que son esos buses quebrantahuesos del sistema Transantiago, que el presidente Piñata, recientemente electo,  prometió hacer desaparecer sin saberse claramente cómo ni con qué iría a reemplazarlos, en un banquete del Cerro Castillo donde departió con una tropilla de cariblancos, perdón, centauros que dejaron el jardín lleno de bostas color calipso.
Lo único cierto es que esos buses cuncuna tienen unos letreros luminosos digitales que anuncian recorridos ignotos de los cuales —como en “Lo fatal”  de Rubén Darío— es imposible saber de donde vienen ni donde van.
Ella se subió al bus cuncuna como huyendo de mí o tal vez de ella misma, pero esto es un disparate ya resabido incluso por los que desconocen todo y se jactan de ello.
Me quedé mirando la Torre Entel visible hacia el poniente y que hasta ahora es una de las mejores representaciones de la muerte existentes en un país ya saturado por ella.

Si pudiéramos ver otra vez el mar, pero el mar está lleno de olas imaginarias o fingidas que se retiran apenas comienzan a deslizarse para dar la vuelta al mundo.

Isla Negra, escrito durante la noche del 18/19 de febrero 2010, a menos de diez días del terremoto.   Revisado en enero de 2014.

Ilustración: Hernán Castellano Girón , técnica mixta en base a acuarela (2000)

2 comentarios:

Hernan Castellano Giròn / www.hernancastellanogiron.com dijo...

Gracias por el interès de la comunidad literaria del Litoral de los Poetas

Hernán Castellano Girón dijo...

...mediante los variados e interesantes comentarios demostrando interés por mi obra. Gracias, Belcebú.