Por Pablo Salinas
Las enormes
fortunas amasadas en el siglo XIX sacando provecho del desarrollo tecnológico,
que a tantos les resolvieron las tripas, o, en su defecto, les sirvieron de
pasto para activar enardecidos discursos, permitieron, también, que se
propiciara la práctica de un fenómeno, en más de un punto, nuevo: la
filantropía. Los teóricos de hoy y de entonces tienen y tuvieron una
explicación para esta novedad: nunca antes tanta riqueza pudo concentrarse bajo
el control de un solo individuo, por lo que nunca antes un puro individuo, o,
si se quiere un solo clan familiar, tuvo la posibilidad de disponer y jugar con
montos de envergadura tal como para competir con los del poder político mismo,
el estado. Los privados, estos capitalistas de marca mayor, cuya sola evocación
le mantenía la pluma con la tinta a tope a Carlos Marx, entraron así a operar
directamente a nivel de las políticas estatales, a intervenir, corregir o
enmendar las hoy llamadas políticas públicas. Esto sigue siendo más o menos el
sueño, o aspiración máxima, de todo actual capitalista de cierta estatura
dentro de un contexto nacional. Pero en el siglo XIX, hubo algunos que tuvieron
una claridad superior, estratégica, o, quizá, mayormente sentimental, de repartir
plata a raudales con fines altruistas.
Hay ejemplos
que se te vienen encima. Carnegie, el gran magnate del acero, de aspecto algo rústico que mantuvo hasta el final de sus días pese los
trajes caros, de sus raíces de obrero de su natal Escocia, figura prototípica
en el imaginario yanqui, empezó arrimándose al filósofo más reputado de
entonces, Spencer, y sembrando librerías por todas partes de Estados Unidos y
el mundo, para terminar creando universidades y enarbolando su propio discurso
sobre el arte de la filantropía (según él mismo, su "evangelio").
También, por cierto, Nobel, el infatigable inventor sueco, hombre solitario que
prefirió legar el grueso de su enorme fortuna a la instauración de un premio
que distinguiera los talentos de la humanidad toda, por encima de a su propia
descendencia. Menos conocido que ambos, el belga Solvay, sin embargo, se apuntó
una performance más discreta pero poderosa, que además, analizada bajo la lupa
del tiempo, sobresale por lo visionaria, como marca simplemente insuperable.
Su historia
también contiene ingredientes de empuje y auto-superación que resultan
característicos para estos casos -en el suyo, una enfermedad a edad temprana
que le impide estudiar en la universidad. Pese a ello, se las arregla para
alcanzar una formación científica lo suficientemente sólida como para,
veinteañero, introducir mejoras sustanciales en un proceso químico de
relevancia en la industria. Su método para perfeccionar la elaboración de
carbonato de sodio, elemento esencial en la fabricación de vidrio y en la
metalurgia, lo lleva a convertirse en magnate antes de los cuarenta, a la
cabeza de una firma que hoy, a 160 años de su formación, sigue siendo una de
las más fuertes a escala mundial.
En pleno auge
del capitalismo, Solvay como empresario exhibe un desempeño atípico. Aboga por
los derechos sociales de los trabajadores y lleva hasta el parlamento sus
iniciativas como senador. Hacia el final de su vida, la inclinación
filantrópica se acentúa. Pone a la universidad de Bruselas bajo su amparo, financia
la creación de institutos de sociología, fisiología, comercio, vela por la
alimentación de sus compatriotas en medio de los apremios de la Gran Guerra.
Hasta acá, los
movimientos de Solvay todavía podrían encajar dentro de las maniobras, más o
menos hábiles, propias del capitalista de rango mayor que aspira a dominar el
tablero de juego inmiscuyéndose en el diseño de sus reglas. Sin embargo, cuando
nos ponemos por delante del más alto de sus esfuerzos en el mecenazgo, ni la
mente más endurecida por la ideología podría resistirse a aplaudir la
contundencia del logro. Quiso promover y fomentar las ciencias, donde él mismo
había tenido un desempeño nada menor, y para ello dispuso de las mejores
condiciones para la organización de un encuentro internacional. En 1911 se
llevó a cabo la primera de estas convocatorias, el listado de los convocados
resulta apabullante: Marie Curie, Rutherford, Poincaré, Lorentz, junto a otros
todavía en tránsito hacia la plena consagración, como Planck y un joven Albert
Einstein. Todos reunidos para debatir en torno a la “teoría de la radiación y
de los quanta”. Es decir, ciencia todavía en rango experimental, de total
avanzada. Entonces, los primeros lineamientos de la cuántica habían sido
esbozados recién hacía diez años y Solvay entrevió que por ese camino algo
importante se podía alcanzar. Su acierto no pudo ser más pleno, alentando el
estímulo de las conquistas en el campo del conocimiento donde recién sesenta, setenta años después, terminaría concentrándose el liderazgo del movimiento
económico del planeta. Los congresos Solvay continuarían realizándose cada tres
años, con las únicas pausas de las guerras mundiales, hasta la actualidad.

El grupo de notables presentes a ese primer Congreso Solvay desarrollado entre el 29 de octubre y el 4 de noviembre de 1911.
Hace 112 años
atrás, nadie podía todavía sospechar que en algún momento del desarrollo futuro de
los mercados la supremacía del gran capital ya no estaría más en la producción
de máquinas –barcos, trenes, automóviles-, ni productos –ropa, cosméticos,
joyas-, y ni siquiera en la banca, sino en lo que girara en torno a unos nuevos dispositivos, con
capacidad de almacenamiento e intercambio de datos a niveles simplemente prodigiosos,
que generarían cambios profundos en los hábitos de consumo e incluso de vida entre
los seres humanos. Y esas maquinitas de fábula serían posibles gracias a las
disquisiciones harto incomprensibles en torno a la radiación, los quanta y las
características más intrínsecas de la materia de un grupo de científicos,
invitados, acogidos y auspiciados por el dueño de una fábrica productora de
carbonato de sodio.
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