12/12/13

El palacio de William, por Pablo Salinas

Hace algunos años, un crítico inglés de prestigio (usando su tribuna en un diario inglés de prestigio) señaló a William Blake como el "más grande artista que Gran Bretaña ha producido". El anuncio es, cómo no, provocativo. Por encima de Donne, Coleridge, Shelley... (como de Constable, Turner y Hogarth). Mmm, ¿será así? ¿No será mucho? Uno se queda en ésa, rumiando tal aseveración, pero, con todo, lo claro es que nuestra percepción se re-adecúa (estos rankings buscan eso y lo consiguen). Los públicos que transitan por los palaciegos salones de los museos, frente a tanta tela sublime, tanta acuarela notable, no podrán sino detenerse unos minutos extra frente algún dibujito coloreado del que ha sido distinguido como "el más grande".

Reviso a Blake, hay que hacerlo. Abrir uno de sus libros, cualquiera, y suspender una mano encima de sus páginas, como un chamán escamoteando un oráculo; cerrar los ojos y evocar alguna de sus imágenes oscuras y poderosas. Me parece estar de acuerdo con aquel crítico. Por encima de terminaciones más porcelanescas, la maestría más bien rígida, las coloraciones más bien yermas y ese hálito de tintes proféticos y amargos de Blake supongo que se condicen de manera insuperable con lo que nos resuena de la Isla Británica. Insisto: más allá de acomodos más o menos preclaros y almidonados, Blake también prefiere el barro. El pantano. Y el rasgo más notable de la gran Albión parece ir justamente en ese sentido, el de esa unión entre los esfuerzos -siempre un poco tristes- por remedar las tibiezas del arte meridional y esa irrefrenable vocación por el desenfreno de la fiesta pagana bajo una lluvia que no para.

El fenómeno más curioso, en cualquier caso, es el que se arma con el producto "cultura". Es un tablero con muchas figuritas. Cuando niño, existían los "álbumes de monitos". El juego consistía en ir comprando, o intercambiando, coloridas láminas de distintos motivos para irlas pegando en el recuadro correspondiente en el álbum, y así, quizá algún día lograr juntar la colección entera de láminas y cambiar el álbum completo por algún premio. Supongo que me quedé en esa etapa, todavía no logro superarla. Mi álbum, digamos, ahora se llama "la cultura". No soy tan incauto como para ilusionarme con la idea de llegar a completarlo; mis triunfos se refieren más bien a completar una página o una colección específica. Cuando has logrado juntar un manojo relativamente importante, puedes ir tirando láminas sobre la mesa, no necesariamente las repetidas, sino más bien las raras y para ti provocativas. En una de esas, alguno atina, se interesa y nos podremos entretener durante un rato.

No tengo idea si imbuirse en el fenómeno estético aporta algo. Aparte de placer, quiero decir. El placer siempre es momentáneo, fragmentado, un poco ridículo. Los educados jerarcas nazis cuando se paseaban por las colecciones de arte requisadas sentían verdadero placer (incluso también, secretamente, cuando lo hacían por las de arte "degenerado"). Pero, me corrijo: el placer no es un poco ridículo. Lo verdaderamente ridículo es nuestra inconstancia, nuestra fatal prudencia al momento de experimentarlo. El placer es el síntoma de la liberación, una primera luz que nos llega a la cara tras un invierno demasiado crudo y largo, pero solemos ser excesivamente tímidos al momento de avanzar hacia su pleno encuentro. El viejo William, hijo de su tiempo, apuntó: "El camino del exceso lleva al palacio de la sabiduría". No es inexacto decir "sabiduría"; sólo que hoy me es más grato, más placentero, decir "liberación".

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Blake, el mas grande de los poetas románticos, referente inequívoco de lo que años mas tarde vendrían a pilotear de manera salvaje los MALDITOS en la capital francesa. Blake, Blake, Blake, invocando al gran Blake.

Saludos.

Hernán Castellano Girón dijo...

No es una buena idea poner a William Blake en un ranking dentro del gran movimiento romántico, sin negar en absoluto su indudable grandeza, que contribuyó con ideas fundamentales como el matrimonio del cielo y el infierno (que descalabra la teogonía cristiana uniendo los opuestos) y su arte visual / textual que preludia los grandes movimientos transgresores del Siglo XX. Después están los grandes alemanes, Schiller, Novalis y sobre todo Hölderlin ( Muerte de Empédocles) configurando un movimiento que fue sincrético en lo político, filosófico y artístico y cuyo ideario se remonta al Renacimiento y a la Grecia presocrática. Otros grandes románticos fueron John Keats y Percy Bysshe Shelley. Tampoco es de olvidar a Mary Wollstonecraft Shelley, con su Frankenstein (o el Prometeo moderno) que lejos de ser una novela de horror como la ha desfigurado Hollywood en sus simplificaciones brutales, puede bien representar y profetizar tanto el lirismo como el horror del hombre suplantando a Dios, idea básica del mundo creado por la ciencia contemporánea.