El centralismo no está
en el centro de la metrópolis, está aquí dentro.
La gran metrópolis
no está construida sólo con hormigón y vidrio, sino también
con expectativas. ¿Dónde pondremos entonces nuestras expectativas?
¿Trabajamos-vivimos para las grandes empresas constructoras?
El centralismo es como
la TV: si la apagas, desaparece. Más aún, es saludable desenchufar
el aparato para que no se produzca consumo vampiro que abulte nuestras
cuentas el fin de cada mes.
El centralismo es como
las viseras de los caballos de feria, que además le cuelgan del cuello
un saco con heno y le hacen creer que está en el campo. Con suerte
le dan de beber agua, al menos al regreso de la dura jornada arrastrando
un carretón ajeno con carga ajena por caminos ajenos.
El centralismo escritural
es la suma de todas las expectativas que pasman el espíritu y la mente
tal como la TV al final de cada jornada de trabajo animal. Si tienes
suerte bebes agua; si no la tienes, bebes Coca-Cola o cualquiera de
las bebidas de fantasía que pagas con dinero de tu mezquino salario
fantasmal. Para apaciguar el centralismo
–o al menos intentarlo-, debemos escuchar a quien está a nuestro
lado, no allá lejos, en un escenario ilusorio. Es hacer carne esa frase
tan pedestre que dice: la caridad comienza por casa. Tenemos que aprender
a escuchar, y, más aún, leer al más cercano, a quien vive dos o tres
casas más abajo o más arriba. No renunciar a nuestro derecho de opinión
o crítica, sino más bien intentar el ejercicio de reconocer en el
otro a un otro tan valorable como yo mismo, y, aquí el secreto: tiene
algo que cantar-escribir-poetizar-pintar-esculpir-representar.
El centralismo seguirá
intacto y saludable si insistimos en utilizar sus mismas herramientas
y estrategias. Él seguirá más fuerte y dominante, y nosotros más
patéticos-dependientes-vulnerables.
Y, para terminar este
breve comienzo, discrepo de los que afirman que para romper el centralismo
se necesitan las platas que, claro está, maneja el señor ministro
de cultura o alguno similar. Además de caballo de feria, nos convertimos
así en “besa-manos”, no obstante en lo que sí estoy de acuerdo
con utilizar platas del estado, es si queremos gastarnos treinta millones
de pesos en tres días trayendo al Pato Manns, al grupo Congreso y algunos
otros que ya olvidé mientras disfruto de la posibilidad utópica de
alcanzar el horizonte, sentado en una roca con los pies hundidos en
la arena.