
Llegar a Santiago después de una ausencia tan prolongada y encontrarse, por esas cosas de la vida, con
Ripley: Semana de la Moda...
Atesoro las boletas, lo sé. Guardarlas todas en un sobre presurizado, directo de la Nasa, fue mi sueño, por años. Por suerte, como perfecto consuelo, me encontré con las nuevas, novísimas encíclicas, este nuevo evangelio de este santón entrañable que Revista Paula en edición de Semana Santa ha rescatado en un reportaje estupendo en páginas centrales.
Las fotos son abundantes, el megapixel de la alumna n°49 de Robin Edwards acierta de lleno. Vemos a este estupendo redactor -canalizador, en estricto rigor- con su cabellera plateada -verdadero vellocino resplandeciente que habría hecho caer en éxtasis a Dustin Fleming en sus años mozos- sonriente, ufano, con expresión de reposado vencedor. Bien vestido, como siempre, la Semana de la Moda no pudo haberse calendarizado mejor, para mi provecho: entré con apetito bestial al palacio del consumo, tras pocas pero intensas horas de siesta en el Marriott cercano, decidido a dar con el obsequio para mi querido amigo, regalón de los huérfanos de ChileWorks, las ex-Villa Maria Academy versión
cannabis indica, en fin, de cada uno de los impenitentes suscriptores del National Geographic of the Inner Life. Eso, está casi de más decirlo, cualquiera lo sabe.
Lo que no se sabe -tanto, quiero decir- es que este viejo zorro, inspirado apóstol casablanquino ahora, tiene una debilidad especial por las chalinas de alpaca. Le llevé varias, aprovechando los encantadores contrasentidos de la liquidación. Partí a verlo, pues, y en el bus -punga, como siempre, pero casi limpio esta vez- me dediqué con mi tijeretita de punta roma a recortar las mejores ofertas anunciadas en LUN. Podía ser éste, pensé, otro buen regalo para Don, mi siempre recordado (y un poco raro) amigo. Entre las chalinas y el atadito de recortes presentados en un clip, la hago, quedo sobrado de cariño, convine, justo antes de bajarme de ese Pulmann de olor tan asqueroso.
Nunca pensé que el gran Don, acostumbrado y todo como me tenía a sus arranques excéntricos y geniales, sólo que muy pretéritos, iba a sorprenderme de la manera que lo hizo esta vez, para nuestro reencuentro tras ya un par de lustros: los caquis, los paltos, los hibiscos, todos florecían, el camino de tierra y peñascos enormes parecía calcado al de un cuadro no muy bueno de Onofre Jarpa. Todo hasta ahí OK. El estruendo neuronal vino justo después...
Hasta hace tan poco bien podría haber dicho:
distinguí la figura de Don saludándome desde el alféizar. Esta vez no. La tarde era apenas calurosa (según mi perturbado termostato tras esa hora y quince dentro del fragante Pullman). Don vestía una camiseta blanca, sin mangas, de fino algodón, tal vez sin uso. Un colorido pañuelo de seda al cuello, lentes ligeramente pavonados de marco amarillo. Sospeché no sin asombro una rutina moderada pero sostenida con pesas: la severa curva del deltoides hablaba por sí sola. Sentado en una humilde sillita de palo, entre sus manos sostenía su trompeta regalona. Frente a sí, un muchachito menudo, pelo oscuro y tieso, cuello en V de chaleco azul marino recortando un corbatín casi negro que caía desde una barnabascollinesca camisa celeste. Doce años, como mucho. Avanzando lentamente por el jardín, sin que todavía ninguno de los dos se percatara de mi presencia, descubrí que el escolar hacía sonar su propia trompeta con desconcertante habilidad. Me detuve, semi parapetado tras un frondoso hibisco. Don escuchó atento durante minuto y medio la ejecución del chiquillo, hasta que, en un gesto para mí esplendoroso, llevó la boquilla de su trompeta hasta sus labios y lanzó su respuesta a la ecuación sonora propuesta por su imberbe partner. Se entabló un diálogo endemoniado. Uno y otro, uno y otro, los dos. Y así. Tac-tac-tac. Pam. Tac-tac-tac. Pom.
Música magnífica. Contagiosa. Espeluznante. Obligado a golpear con mi pie sobre el suelo de tierra, en ausencia de cualquier otro instrumento percusivo que acompañara a tan inspirado diálogo de trompetas. Don la hizo, nuevamente la hizo, me repetí moviendo la cabeza casi imperceptiblemente de lado en lado, al son de las últimas notas de aquella melodía espontánea. El paquetito con las chalinas pareció adquirir un peso incómodo. Paquetito blando, envuelto en papel con motivos escoseses, muy feo. Avancé, resuelto desde mi semi-escondite a deshacerme del regalo, y saludar como se merecía a mi amigo. Qué brillante recepción. ¿Estaba planeado?, me relampagueó la duda, asomando mi perturbada testa desde el parapeto del hibisco. Don me vio, al fin. Se puso de pie, en forma calmada pero inmediata. Je, je, nos sorprendiste jugando un poco con este muchacho, dijo, acomodándose los anteojos, casi tímido. Nos dimos un abrazo grande, golpeteado. Le entregué las chalinas. Ah, y esto, le dije, al tiempo que introducía una mano en el bolsillo de mi chaqueta en busca de los recortes. Don me agradeció, risueño. Me invitó a sentarme, me ofreció un vaso de jugo. ¿Has sabido de Apolo?, le pregunté, fuertemente desconcertado aún. ¿Apolo?, repitió Don, y se rascó entre las cejas con el dedo medio. Apolo Sánchez, de El Tabo, me apuré yo en aclarar, saliendo de golpe de mi embobamiento. Se hizo seminarista, agregué, rápido, para cerrar de una vez mi tan estúpido paréntesis.
Probé el jugo. Inspeccioné el resto del paisaje (mientras Don guardaba la trompeta en su estuche) ¿Y el niño? ¿Qué se había hecho del niño, el brillantísimo discípulo, el precoz solista de las mechas de clavo, el Miles mapuchino de los mocasines negros y el corbatín? Miré a Don en busca de una respuesta (ahora refregaba los vidrios de sus lentes con un borde de su camiseta.) En eso, casi justo frente a mí, se abre una ventana de la casa y se asoma el mocoso -el corbatín, el chalequito, la camisa celeste, todo en su sitio-. De un grito ansioso, exultante, casi alegre, nos anuncia:
-Vengan, vengan. ¡En la tele están repitiendo cuando se caen las Torres Gemelas!