Por Fernando Viveros Collyer
i) Un
vino puede hacerte feliz (o casi). Y hay gentes que se hacen felices de muchas
maneras. En cambio, hay gentes que nunca pueden. Resulta que no dan con la
manera. Y no porque ella no exista, sino porque están o se han vuelto
insensibles a sí mismos.
Hay
personas en Algarrobo que se hacen a sí mismos felices amando lo que llaman su
“patrimonio”. Por patrimonio dicen obras humanas y tiempo. Cada vez que creamos
algo de las cosas que se ofrecen, esa creación aparece alrededor de alegrías y
defectos. Imperfectamente llegan a lo real…
Sin
embargo, el tiempo y los olvidos selectivos operan y esas obras, “a-medias”, de
pronto reaparecen, historia transcurrida, como objetos adorables. O repudiables.
O sea, sujetos de valor. Los patrimonialistas cultivan recuerdos, y multiplican
esos valores.
Quienes, no hay caso, no acerquen felicidad de la buena a sí mismos, pareciera sólo saben
olvidar. Olvidar rápidamente y pasar a la próxima novedad, al próximo entre-tenerse.
Se la pasan comprando souvenirs, sin percibir las obras…
El
“estudio”, la atención amorosa de las obras, cultiva estas felicidades. Quienes
“no-pueden”, se aburren o detestan los estudios. Repiten fórmulas, pretenden
personajes, se mienten tupido-y-parejo. Con las consecuencias dichas.
ii) Por
1930, Martín Romero Acevedo, un arriero por el valle y quebrada de Codpa (cien
kilómetros al sudeste de Arica), imaginó convertir sus cosechas de uva en un
vino en forma. Desde niño había visto las matas, la poda, el regadío, el
florecimiento, el cuajar y la cosecha –poco después del primer español,
incluso, sabía que unas parras habían llegado a Chaca, quebrada abajo, ya cerca
de la playa.
Hoy, casi el siglo recorrido, su
hija Olga mantiene parras, cosechas y producción. Si al comienzo el buen vino
se convirtió, dulce, en favorito de los curas, el seco gustó desde Putre a las
salitreras, y muchísimo para las fiestas “patronales” de cada pueblo. Cuenta
Olga (y “contar” hace la mitad de estas alegrías), que lo transportaban en
‘mulares’. En barriles de 45 litros bien amarrados.
![]() |
Doña Olga y sus vinos |
Un día sucedió que alguno de
ellos observó que el vino de esas parras era oscuro. Y dijo: “pintatani”.
Está “pintado de color” --de pintata, pintar, y ani,
color. Como a menudo, sino siempre, esto se escucha con cariño y
atención-al-estudio. Suena bien. Tiene sentido. Y lo más importante: su
sencillez.
Pues resulta que los
nombres-de-las-cosas, que hoy nos resultan hasta abstractos -de hecho “pintatani”
parece sonoro y abstracto hoy-, son creados, descubiertos o inventados, desde
experiencias cotidianas, inmediatas y cómodas. Sin misterio, aparentemente
(aunque sabemos que el que haya “palabras”, que haya eso del “sentido”, ya es
misterioso).
iv) El Pintatani se
vende hoy en botellas con esa denominación. Hay, como decíamos, dulce y seco. De
aperitivo o bajativo. De grado alcohólico variable, pero “fuerte”, de 18 a 25 °.
Olga
Romero me las muestra orgullosa. Me conduce a fotografiar sus matas más
antiguas. Me lleva hasta el lagar donde “pisan-la-uva”. El entramado de madera
y las piedras para presionar el jugo, el colador. Gabriela Mistral sabía de
lagares…
Llegamos
a Codpa en agosto. Del quechua “colchpa”, lugar-de-reposo. Así
sencillamente, pues estación verde, menos calores, y con aguas limpias en la
ruta del desierto, del altiplano andino al océano, todavía no “Pacífico”. Dice
Marco que luego fue “collpa”, pedregal, en la lengua aymara. Notemos el
contraste “interpretativo” en los pueblos… Y se españolizó: codpa,
más parecido al antiguo quechua.
Si
quieren pasar a degustar el mosto oscuro del desierto por Arica, vayan. Sin
bolsas plásticas y radios con fuerte volumen. Olga también es dueña de un hotel,
que incluye una piscina, cantos de gallos y el rumor del río al lado, todo el
día.
Fernando Viveros C. es filósofo, autor de varios libros. Reside en El Tabo. Actualmente se encuentra de gira por el norte del país, sumando etapas a su proyecto "Hacia el festival chileno de la filosofía.
Comentarios