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Mural de Siqueiros: la joya todavía secreta de Chillán

 


Por Pablo Salinas


De ese extraordinario movimiento artístico surgido en las primeras décadas del siglo XX, el muralismo mexicano, se reconocen tres grandes maestros, Rivera, Orozco y Siqueiros. De los tres, el último de éstos fue el único que vivió un tiempo en Chile, el menor en edad y también el de carácter más acerado y combativo, el soldado David Alfaro Siqueiros.

Orozco había sido un firme militante del Ejército Constitucionalista y Rivera no había tenido empacho en refregarle el rostro de Lenin a Rockefeller en su propia casa, pero Siqueiros había llevado su compromiso político todavía más allá. Tan dotado y virtuoso como cualquiera de sus compañeros, había sabido hacer de su arte un vigoroso canal de expresión para mensajes de fuerte carga ideológica, siempre dentro de un contexto estilístico de méritos superlativos. Pero, no conforme con esto, con crear monumentales obras ensalzando los ideales revolucionarios y denunciando las cuitas de los oprimidos, para Siqueiros la correcta militancia, en el caso de un pintor, no debía limitarse a considerar al pincel como única arma. Con el mismo pulso decidido y enérgico con que aplicaba el color, debía el pintor –o, al menos, él- tomar el arma, las otras armas, ya sea el pistolón, el fusil o la metralleta. Y así lo había hecho, una noche de mayo de 1940, en su intento por borrar del mapa a Trotsky, marcado por Stalin como enemigo número uno de la Revolución, y, por tanto, forzado al exilio, en México.

Las balas no dieron en el blanco, pero la intentona fue más que en serio; en el asalto, Siqueiros y su grupo usaron bombas incendiarias, descargando sobre los muros de la habitación del antiguo líder del Ejército Rojo múltiples ráfagas de plomo. Cayó preso. En la cárcel lo visita Pablo Neruda. El poeta, como cónsul –y como, también, convencido estalinista-, hace gestiones para que su camarada pintor pueda salir de México y encuentre refugio en Chile.

Siqueiros pisa suelo chileno a fines de marzo de 1941. Como es obvio, la presencia de este artista que el propio Neruda no pudo sino definir como de temperamento “volcánico” genera tensiones. Hace dos años, la anterior gestión humanitaria del poeta -traer un barco con refugiados republicanos a Chile- le había significado más de un dolor de cabeza al presidente Aguirre Cerda. Nada pronosticaba que esta vez sería diferente. Al mexicano se le reconoce como una figura de importancia mundial, pero su vehemente y, para algunos, desvergonzadamente roja militancia molesta, incomoda. Se acuerda, entre autoridades chilenas y mexicanas, mantenerlo lejos del corazón intelectual, social y político del país, Santiago. Tras el terremoto del 39, la solidaridad del pueblo mexicano ha permitido levantar una escuela en la devastada ciudad de Chillán. Se decide encargarle a Siqueiros la tarea de decorar los salones del recién edificado establecimiento.

Fachada de la Escuela México


La maltratada capital del Ñuble, histórico punto de intercambio comercial de la producción agrícola del Chile central, se convierte durante un año en el impensado epicentro de la actividad artística del país. Siqueiros tiene 44 años y está en el cénit de sus capacidades. Reclama ayudantes. La sala en que trabajará es de grandes dimensiones; más que destinada a acoger la biblioteca de una simple escuela de provincia, parece más acorde a la de un palacio. Desde Santiago, llegan los chilenos, pintores ya plenamente formados, Laureano Guevara y Camilo Mori, a crear sus propias obras; también otros más jóvenes, como José Venturelli, a asistir al maestro.

Siqueiros acomete la que primero llamará Oratoria pictórica y luego rebautizará con mayor acierto como Muerte al invasor. Más de 20 mil habían muerto en el reciente terremoto; a la muerte había querido llevar él mismo al viejo Trotsky. La muerte cerca, la muerte impone su pulso. El mural se resolverá en dos caras, una al norte, otra al sur, que se enfrentan y se enlazan por el techo, a través de un complejo juego de vértices y efectos ópticos. De un lado, el sur, la historia de Chile en su enfrentamiento entre el nativo y el invasor europeo, con Galvarino y Bilbao como personajes principales entre un enjambre de figuras, y en el norte, la de México, mucho más equilibrada, con predominancia de rojos y amarillos, con los grandes próceres –Juárez, Hidalgo, Zapata- dispuestos ordenadamente en ramilletes a los costados.


Recién a mis 54 años, hace pocos días, visito y conozco este hito del patrimonio artístico de este lado del mundo, que algún crítico ensalzó como “la Capilla Sixtina de Latinoamérica”. Comparación que encierra harta justicia. El férreo dogmatismo del toscano, de cielo, juicio y condena, muta, en la expresión del mesoamericano, en sanguinolento canon de opresores y oprimidos, con similar esplendor y potencia estilística. La capilla chilena también resguardada por su propia guardia suiza, dos funcionarias de la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Chillán, que aminoran el celo y al final me permiten fotografiar a destajo, desde todos los ángulos, esta inapelable joya del arte mundial.

Agradecimientos especiales a Eduardo Peña, director (s) de la Dirección de Cultura de la Municipalidad de Chillán.



Cara sur, Historia de Chile



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