24/2/14

Diario de un fotógrafo perdido en la costa (V)

-Las cosas nunca van a estar hechas como deberían hacerse. Siempre habrá espacio para la crítica, para la crítica malsana, para la queja. Es deporte nacional.

Dicho esto, Esther Queirolo, tras su escritorio en la estupenda oficina-buhardilla en el Museo Neruda de Isla Negra, sacude la cabeza, como un temblor apenas perceptible de un Parkinson incipiente, mientras deja caer la ceniza de su segundo o tercer cigarro dentro de una muy rústica -y tal vez también muy poética- concha de loco. A sus espaldas, el torreón gris de la mítica casa nerudiana se recorta sobre la diagonal verde oscuro de los pinos.


-La Fundación, de partida, no maneja las fortunas que la gente piensa que maneja. Hay un mito ahí. Es entendible, en parte: Neruda es una de nuestras muy escasas figuras mayores a nivel mundial. La gente tiene la peregrina creencia que por haber ganado el Nobel en torno a él se genera una suerte de magia incombustible, una especie de gran pozo de petróleo por el que salen y salen los millones -agrega, manteniendo un tono de lánguido desconsuelo. Su rostro es curioso, tiene a cada lado de la boca dos arrugas o "marcas de expresión" que hasta cierto punto le confieren un aire de severidad engañoso. Cuando la conocí, para nuestra primera entrevista, la percibí, de hecho, como una señora que podía andar fácil cerca de los cincuenta. Ahora, en un ambiente mucho más distendido que entonces, difícilmente podría atribuirle más de cuarenta y cinco. Es joven. Las líneas que enmarcan su boca me hablan de una personalidad fuerte y decidida, pero también locuaz y extrovertida. Además, y esto me resulta determinante, las virtudes del estío me permiten re-conocerla apenas cubierta por una ligera y elegante combinación de lino en tonos arena: sus hombros, sin ser necesariamente anchos, se cierran en una curva amplia y generosa. El rojo de su pelo se vincula ahora más que con la tonalidad de ciertas maderas que con la de un manzana confitada de esa vez.

No llegamos a nada muy concreto, como supongo debe de esperarse de esta clase de encuentros. Aparte de reiteradas referencias a la falta de cultura del pueblo chileno y al bajo nivel de la gestión cultural local, no se saca en limpio nada. Esther no se compromete a nada concreto respecto a mi proyecto fotográfico, en rigor no prodiga mayores halagos a mi propuesta. Esto, hasta cierto punto me agrada: el anterior director se deshizo en vítores por mi plan y en definitiva resolvió cero. Ella se muestra mucho más parca, pero en su respuesta veo más una señal de seriedad y sapiencia que mero desinterés. De profesión periodista, sé que escribe artículos, incluso ha publicado libros, en torno a distintos temas "culturales", muchas veces gatillados por algún viaje.

En un momento el calor que se empieza a juntar arriba en la oficina-buhardilla se hace asfixiante. Me desconecto de la conversación mientras Esther y Fernanda se enfrascan en el solapado desmenuzamiento de cierto conocido en común. Justo encima de los turistas que repletan la terraza del restorán, abajo, me pierdo contemplando la incesante formación de las olas en ese mar de un azul verdoso profundo. Entrecierro los ojos: creo percibir algunas risas, y el ruido de las copas, los cubiertos...

-Qué les parece si a la noche nos juntamos en mi casa. Estoy armando un libro, me gustaría hablarles al respecto -propone Esther de pronto. Traslado con cierta lentitud mis ojos hacia ella. Su frente brilla por acción de un fino sudor. Nuestras miradas se cruzan. Una leve pero encantadora sonrisa se dibuja en sus labios.

Cuatro horas más tarde, el contraste es marcado. Tenemos a Esther, fuera de su rol de "directora", frente a simpáticas copitas, más bien chatas y de buen fondo, repletas de oscuros y perfumados tintos. Su casa, construcción de medio siglo, combina gruesos y blancos murallones de adobe, pisos de entablados que crujen, zonas de piedra con chimenea incluida. Hasta cierto punto, tenemos una réplica de la casa de Neruda en la suya: cuelgan telares peruanos, centroamericanos, sobre los muebles un surtido muestrario de cerámicas, piezas metálicas, tallados en madera de distintas procedencias. Viaja mucho y rescata selectos trofeos de sus incesantes paseos. Fernanda no tarda en preguntarle cuál será su próximo destino.

-Khajuraho. Los templos que la selva se tragó y fueron descubiertos por cierto capitán inglés a mediados del siglo diecinueve -responde ella, calmadamente pero con evidente pasión. Un destello alumbra sus ojos. Nos miramos Fernanda y yo, también con lentitud. Está claro que ninguno de los dos sabe de qué habla. Esther avanza hasta la mesa de centro del living y vuelve con un voluminoso libro que posa sobre la mesa del comedor. Lo abre y nos enseña. Arquitectura churrigueresca de la India, macizos templos con empinados techos en forma de cono, relieves y esculturas que repletan toda su superficie sin dar ni un centímetro de paz al ojo: junto a la representación de algún regordete Ganesh con su cabezota de elefante rodeada de alegres mortales, la brutal iconografía que hizo saltar por los aires la acartonada moral de aquel entrometido capitán victoriano: un millón de figuras fornicantes, en un interminable muestrario de princesas de graciosas diademas contorneándose sobre sus fornidos consortes en un abrazo repetido hasta el paroxismo. Se incluyen además escenas de sexo grupal -en que las chicas, en las más acrobáticas poses y sin perder nunca la sonrisa del rostro, reciben la enhiesta carga varonil-, de zoofilia -con dotados muchachitos penetrando engalanados caballos- y de mero exhibicionismo -con voluptuosas féminas luciendo orondas sus atributos a la galería-. No sé lo que busca esta Esther con ir a meter sus narices a un lugar como éste. Lo único que sé es que la revisión de todas estas imágenes ha provocado en mí un efecto casi imposible de reprimir. Más bien dicho, pienso, si ella es capaz de viajar al otro extremo del planeta con tal de inspeccionar más de cerca aquellos asuntos es porque de verdad le interesa el tema. Y nosotros tres, en esta cálida noche de enero, tenemos una oportunidad más que propicia para poner en práctica esas materias.

-Algunos estudiosos dicen que mandaron a poner todas estas figuras en el templo como una forma de educar a los jóvenes en las artes amatorias -menciona Esther. Sus párpados lucen visiblemente caídos, una graciosa sonrisa se fija entre las dos líneas verticales de su rostro. El redondeado escote de su blusita me deja ver ahora el nacimiento de un pecho que se anticipa maduro y suculento.

(Continuará)

3 comentarios:

Don Bilz dijo...

En esta, quinta entrega del diario de un Fotógrafo, los personajes, se tomaron muy en serio las vacaciones y dejaron que el autor los abandonara, les retirara toda acción constituyente de giros, recovecos o vuelcos, que dieran nuevas direcciones o acciones a sus respectivos personajes, descansaron allí en las descriptivas detalladas, lectura fina, observación rigurosa, de sus vestimentas, comisura de labios, redondos escotes de blusas, cenizas depositadas en conchas de moluscos y ligeras combinaciones de linos de tonos arena...disfruté de la fina narración de los detalles, pero no encontré nunca la acción, el actuar de los personajes, condición obligada esta, que subyace a la refinada descripción de los entornos.

Unknown dijo...

A mí me gusta, está sugerente y entretenido. La descripción de Esther funciona, uno se la imagina...vamos viendo...

Hernán dijo...

Hermano, como decía Thito Valenzuela: te estás metiendo entre las patas de los caballos del Paolo Uccello...Pero se disfruta mucho porque el autor es un fantasma y cruza indemne entre las patas de los caballos--o caballas--de su propio texto.